fbpx

Columnas ontológicas #8: La mirada Ontológica de Martín Heidegger

Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
2017

La mayor contribución filosófica de Martin Heidegger (1889-1976), el filósofo más importante del siglo XX, consiste, en nuestra opinión, en haber levantado lo que llamamos la pregunta ontológica, la pregunta por el carácter de la realidad, y ofrecernos una respuesta que corregía aquella que en el pasado nos habían ofrecido los antiguos metafísicos griegos.

Heidegger inicia su práctica filosófica como discípulo de Husserl (1859-1938). Ello implica que, en un principio, asume la orientación fenomenológica de su maestro. Pronto, sin embargo, le dará a ésta última un giro que progresivamente lo alejará de los planteamientos de Husserl. Para éste, el foco de su atención estaba puesto en las experiencias de conciencia o, si se quiere, en la conciencia de las experiencias. Heidegger intuye que el punto de partida de la reflexión filosófica debiera ser anterior, de manera de situar la conciencia en las condiciones existenciales que son inherentes a los seres humanos, condiciones desde las cuales ella emerge y se configura de la manera como lo hace.

Como filósofo moderno, Heidegger suscribe la posición de que no observamos la realidad tal cual ella es, como lo presumían los antiguos metafísicos, sino tal como ella se nos presenta a los seres humanos. La pregunta ontológica por el carácter de la realidad, debe iniciarse desde el ser humano, tal como lo habían reconocido, Descartes (1596-1650), Hume (1711-1776) y Kant (1724-1804), hijos todos de la Modernidad.

En este sentido, es interesante establecer un contrapunto entre Descartes y Heidegger. Descartes reconocía que su reflexión filosófica debía partir desde sí, desde su propia práctica. Ello lo conducía a arrancar su concepción de su práctica reflexiva como filósofo. De allí que una de sus primeras premisas sea “pienso, luego existo”.

Heidegger objeta ese punto partida. Desde su perspectiva, la práctica reflexiva del filósofo, es una derivada de otras más concretas y cotidianas de los seres humanos. Ello implica que es de estas últimas que es preciso arrancar y no de la aquella que arranca del pensar del filósofo. Y eso es precisamente lo que hace. Como filósofo, se pone en el lugar de los seres humanos comunes y corrientes, procurando determinar cómo éstos configuran la realidad. En vez de colocarse en el lugar del filósofo, Heidegger opta por situarse en el lugar del carpintero. Su análisis, a este respecto, se presenta en su obra más destacada, Ser y tiempo.

Heidegger sustenta su reflexión examinando lo que él llama el Dasein. Este es un término que en alemán significa ser-ahí y que el filósofo concibe como ser-en-el-mundo o el ser en su práctica cotidiana de existir. Para Heidegger el Dasein es la unidad básica de la que es preciso partir y que se presenta, inicialmente, como una unidad indivisible.

Ello implica que, en un comienzo, no es posible separar al ser humano de su mundo. No hay un ser humano que no lo traiga consigo, así como no hay un mundo que no se constituya en relación a un ser humano. Existe por lo tanto una importante diferencia entre la noción de mundo y las nociones de realidad exterior o, si se quiere, de universo físico. El primero, para Heidegger, es un término que pertenece al dominio de la existencia humana. Es sólo luego de haber aceptado la unidad del Dasein, del ser-en-el-mundo, que podemos ahora explorar el tipo de ser que en tal mundo constituye y el tipo de mundo que emerge a partir del ser que así lo constituye.

Uno de los atributos que Heidegger le confiere al Dasein es el que se trata de un ser que se encuentra a sí mismo arrojado en la existencia, en un mundo ya en marcha, que impone determinadas formas de conferir sentido, que es social y que está constituido en la historia. El Dasein no escoge ser. El Dasein se encuentra ya siendo, existiendo, en un mundo que es social e histórico; donde se imponen determinadas formas de conferir sentido y a partir de las cuales el propio Dasein debe determinar el sentido de su existencia y de sí mismo. De allí que, en el Dasein, ser y mundo se encuentren indisolublemente ligados.

Para Heidegger otro de los atributos del Dasein es ser “un ser que, en su ser, se le va el ser”. Muchos se sentirán desalentados al escuchar esa frase que tiene la apariencia de una “jerigonza filosófica”, de un extraño gargarismo. Pero tomémosla con benevolencia y examinemos lo que el filósofo busca expresar. Traduzcamos esa hermética frase al sentido común. Con ella, Heidegger procura señalarnos que el ser humano es un ser que se ve obligado a hacerse cargo de su ser, sin lo cual su ser corre el peligro de desintegrarse, de dejar de ser. De no hacerse cargo de su ser, éste “se le va”.

Ya Blaise Pascal (1623-1662) nos había advertido que la grandeza del ser humano consistía en saberse miserable. Heidegger sigue esa misma línea de reflexión. El ser humano se sabe inmensamente precario y vulnerable y está obligado a reconocer que, de no hacerse cargo de sí mismo, pierde su ser. El ser humano vive con conciencia del peligro de su muerte y ello le impone hacerse responsable de su existencia. Esto, según Heidegger, es un rasgo propio del Dasein.

Ello implica que la relación del ser humano con su mundo está atravesada por este imperativo de tener que hacerse cargo de sí mismo. Esto lo vemos expresarse de distintas formas en la filosofía de Heidegger. Por un lado, a través de su reconocimiento de que a los seres humanos las cosas “nos importan”, “nos preocupan”, “nos inquietan”. No nos da lo mismo lo que pase y vivimos con conciencia de esta suerte de desasosiego que surge de la necesidad de hacernos cargo del ser que somos.

Por otro lado, esta misma idea dará cuenta de una noción que es central en la filosofía de Heidegger. Ella se expresa en el término alemán Sorge. Se trata de un término de no fácil traducción al castellano. Ello no sucede en inglés que lo traduce por “concern”, aquello que nos concierne. En castellano tenemos el verbo concernir, pero carecemos del sustantivo correspondiente. Una manera habitual de traducirlo ha sido como “preocupación”. Pero siempre me he sentido incómodo con esta traducción, pues le confiere al término alemán de Sorge una carga negativa, que en mi parecer lo distorsiona. En razón de ello, he preferido traducirlo como inquietud, término que considero menos negativo.

La noción de inquietud está relacionada con otras nociones que le son solidarias. Baruch Spinoza (1632-1677) nos hablaba de “deseo”. Pero podemos hablar también de interés, de búsqueda de satisfacción, etc. Lo que cabe destacar es el hecho de que nuestra mirada al mundo no es una mirada neutral, sino siempre una mirada interesada. A partir de este reconocimiento, queda descartada la posibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad. Por el contrario, accedemos a la realidad a través de interpretaciones en las que las inquietudes y los intereses de los seres humanos y la realidad se yuxtaponen en una co-participación mutua, cuyo resultado es el mundo que los seres humanos configuran y en el que participan.

El mundo que configuramos lo constituimos en razón de nuestras inquietudes. Nuestra mirada está atravesada por nuestras inquietudes. Nuestras interpretaciones y las acciones que en él emprendemos, conllevan esta dimensión de tener que hacernos cargo de nosotros mismos y de nuestras inquietudes que surgen a partir de ello. Esto representa una premisa central de la filosofía de Heidegger.

¿De dónde provienen esas inquietudes? En primer lugar, del imperativo antes mencionado de tener que hacernos cargo de nuestra existencia, de esa relación concreta que todo ser requiere establecer con su mundo para “preservar” el ser, la vida, como nos diría Spinoza. Pero, tales inquietudes asumen formas y expresiones muy diversas las que simultáneamente remiten a las condiciones históricas y sociales en las que los seres humanos se desenvuelven. Es a partir de la sociedad, de su cultura, de su tiempo, de las clases sociales a los que los individuos pertenecen, que ellos articulan sus inquietudes. Los individuos, nos advierte Heidegger, son seres sociales e históricos y para comprender cómo ellos comprenden su existencia, configuran sus mundos y se desenvuelven en ellos, es preciso desentrañar sus condiciones históricas y sociales.

La cultura es el soporte desde el cual se establece la relación de los seres humanos con el mundo. Ella provee una pre-comprensión, un pre-conocimiento que los seres humanos configuran a través de sus interpretaciones. Todo conocimiento pre-supone, como condición de posibilidad, un pre-conocimiento. Esta premisa será desarrollada posteriormente por la hermenéutica, por la filosofía de los actos interpretativos y, muy particularmente por la filosofía de Hans-Georg Gadamer (1900-2002), discípulo de Heidegger.

Sólo podemos conocer lo que previamente pre-conocíamos. Los supuestos, en vez de ser considerados como un obstáculo del conocimiento, son vistos, por el contrario, como una pre-condición necesaria de todo conocimiento. Dicho de otra forma, sólo observamos un mundo si éste nos interesa previamente, si nos dirigimos a él confiados en que puede proporcionarnos la satisfacción a nuestras inquietudes. No tenemos cómo abrirnos a lo que nos es completamente ajeno, a lo que no logramos vincular a lo que nos inquieta. El proceso de hacer sentido se sustenta inexorablemente en nuestras inquietudes.

La necesidad del Dasein de hacerse cargo de su ser, lo impulsa necesariamente hacia la acción. Ello permite concebir la filosofía de Heidegger como una filosofía de la acción. La acción es la manera concreta en la que los seres humanos nos hacemos cargo de nuestras inquietudes. Pero esta relación permite ser invertida. Toda acción humana remite a una inquietud. La acción es la manera como los seres humanos responden a sus inquietudes. Dicho de otra forma, el sentido de toda acción humana, por lo tanto, está en la inquietud.

Esta relación entre la acción y la inquietud por un lado ilumina el carácter de la acción humana, pero simultáneamente lo oscurece. La inquietud no es un “ente”, un algo, que podamos identificar directamente. Nadie puede hacerlo, ni siquiera el sujeto mismo de la acción. Toda inquietud siempre se configura como resultado de una acción interpretativa. Ella no posee una existencia independiente ni mucho menos objetiva. Se trata tan sólo de un punto de referencia a partir del cual podemos conferirle sentido a la acción. Y, como tal, ella se revela como interpretación.

Al reconocerlo así, las inquietudes que un individuo – sujeto de las acciones en cuestión – invoca para conferirle sentido a su actuar no son necesariamente más adecuadas que aquellas que eventualmente otro pueda atribuirle.

A partir de la ontología desarrollada por Heidegger se cuestiona muy profundamente la noción de una realidad objetiva tal como ella aparecía en el programa metafísico y en múltiples otras filosofías posteriores que, de una u otra forma, siguen influidas por él. Con Heidegger se consolida finalmente un tipo de ontología muy diferente de la metafísica. El filósofo italiano Gianni Vattimo (1936) opone dos ontologías. Por un lado, la ontología metafísica, sustentada en su correspondiente concepto de verdad, concebido como correspondencia con una realidad objetiva. Por otro lado, la que denomina una ontología hermenéutica, sustentada en el concepto de interpretaciones (desde el cual se habilitan conceptos de verdad muy diferentes), que prescinden de la noción de realidad objetiva. En esta segunda, tal pretensión de objetividad queda bloqueada desde un principio.

La filosofía de Heidegger arranca del pronunciamiento hecho previamente por Nietzsche de que “no hay hechos, sólo interpretaciones”, para luego sostener “y también esto es una interpretación”. Para Heidegger, el Dasein y, con él, los seres humanos, vivimos en mundos interpretativos y no tenemos ninguna posibilidad de salir de ellos. Toda interpretación se sustenta en interpretaciones y éstas, a su vez, se sustentan en interpretaciones, y así sucesivamente, conformando tradiciones interpretativas que su suceden en el devenir del tiempo histórico. No existe un punto inicial de partida, no hay otro punto de apoyo que las propias interpretaciones. Por lo tanto, no hay fondo, no hay piedra de toque. El ser trascendente de la metafísica que todo lo sustentaba se ha esfumado en el horizonte heideggeriano. Esta postura ontológica no puede sino conferirle una importancia central al lenguaje. El lenguaje, nos dirá Heidegger, es la morada del ser.

Volvamos por un momento, a la idea inicial de que estamos compelidos a hacernos cargo del ser que somos, que ello nos impulsa a la acción y que ésta última, remite a inquietudes que buscan ser satisfechas. Desde esta perspectiva, se configura nuestra mirada al mundo. En efecto, si aceptamos lo que acabamos de señalar podemos ahora comprender el carácter de esa mirada. Ella se define por desplegar nuestra capacidad de observación del mundo viendo en él recursos u obstáculos para la satisfacción de nuestras inquietudes. Se trata de una mirada que posibilidades, oportunidades, problemas y amenazas, en lo que todo está puesto en referencia a este imperativo de hacernos cargo. Ello le imprime al mundo humano un inevitable sesgo utilitario.

Digámoslo de otra forma. Las casas, los caminos, las mesas, las sillas, las camas, los libros, etc., que pueblan nuestra cotidianidad, sólo se conforman en cuanto tales a partir de nuestras inquietudes de trasladarnos de un lugar a otro; de cobijarnos frente al frío, el calor, la lluvia y el viento; de descansar; de sentirnos cómodos al comer y trabajar; de aprender y entretenernos, etc. Fuera de la constelación de las inquietudes humanas, ninguno de esos objetos existe. Es a partir de las inquietudes humanas y de la búsqueda de hacernos cargo de nosotros mismos, que tales objetos se configuran como tales.

Pero ellos no sólo se configuran en nuestra mirada, también se configuran como productos de nuestras acciones. No sólo los observamos así. De la mima manera, los producimos como tales. A partir de esas mismas inquietudes, buscamos generarlos, para así apaciguarlas y expandir nuestros niveles de satisfacción. Y no se trata de buscar la satisfacción de nuestras necesidades. La noción de necesidad es objetivante. Supone que ella existe, de manera casi independiente de quién la invoca. Al hablar, en cambio, de inquietudes estamos conscientes de situarnos en un espacio interpretativo, abierto, sujeto a interpretaciones distintas de las que hoy prevalecen. Nos permite inventar modalidades de hacernos cargo que previamente no identificábamos. Nos abre a la construcción de nuevas inquietudes que proyectamos en el futuro.

La noción de inquietud (Sorge) tiene otros efectos en nuestras formas de hacer sentido. Ellas no sólo configuran el mundo de una determinada manera. Simultáneamente configuran la manera como estamos en él y el carácter de lo que estamos haciendo. Los seres humanos tenemos múltiples inquietudes y desde cada una de ellas nuestro quehacer permite ser interpretado de manera diferente. Nuestras inquietudes hacen de claves interpretativas distintas del sentido de lo que en un determinado momento estamos viviendo. Si alguien nos preguntara qué estamos haciendo en un momento dado, daremos respuestas muy distintas de acuerdo a la inquietud que escojamos para responder. Ello implica que nuestro posicionamiento en el mundo, en un momento particular, no es uno, sino múltiple, de acuerdo a la inquietud que utilicemos para determinarlo.

Me parece importante reiterar la centralidad de la noción de interpretación. Para ello opto por apoyarme en una idea apuntada por Nietzsche: el que una interpretación se imponga sobre otra no es función de su verdad, sino de su poder. Ello nos obliga a movernos en una dirección que no suele ser habitual. ¿Qué significa poder? ¿Cómo se conjuga? Me inclino por hacerlo en dos direcciones.

En primer lugar, entiendo poder como dominación o subordinación de unos individuos sobre otros. En este sentido, hay interpretaciones que se imponen como expresión del interés de poder que unos mantienen sobre los demás. Ello se acerca a la noción marxista de ideología, a la noción gramsciana de hegemonía o a la separación que el propio Nietzsche hace entre amos y esclavos o entre hombres libres y miembros del rebaño.

Pero, por otro lado, la noción de poder apunta a la capacidad de acción efectiva, a la capacidad de generar resultados que generan niveles superiores de satisfacción y que son interpretados como formas más eficaces de hacernos cargo. En esta segunda acepción la idea de dominación o de subordinación no está necesariamente presente. Pues bien, es en ese doble sentido que el poder es lo que determina que una interpretación se imponga sobre otra. La noción metafísica de verdad pareciera sobrar.

Hay otros aspectos de la mirada ontológica de Heidegger que es preciso no olvidar. Orientados por el imperativo de hacernos cargo y de satisfacer nuestras inquietudes, los seres humanos cuando observamos el mundo, no vemos en él todo cuanto pueda estar presente. Nuestra mirada no sólo transforma en recursos lo que puebla el mundo, en medios para obstruir o satisfacer nuestras inquietudes, sino que suele simplemente prescindir de observar todo cuando resulta indiferente a aquello y al sentido de la acción que estamos emprendiendo. Lo que es indiferente a lo que buscamos deviene, nos dice Heidegger, transparente. Pasa casi desapercibido.

Heidegger pone en cuestión la noción de que basta que algo esté presente para que pueda ser observado. Sólo adquiere presencia lo que es relevante en nuestra búsqueda de hacernos cargo. Pero basta que algo que previamente no veíamos se convierta (sea considerada) en posibilidad o en obstáculo, para que adquiera la capacidad de lograr ser plenamente observada. Demos un ejemplo clásico. Nos precipitamos por la escalera para buscar algo que se encuentra en el segundo piso. Al subir por ella, prácticamente no observamos los escalones. Tenemos sobre ellos un nivel de conciencia extremadamente bajo. Pero basta que nos tropecemos, para que de inmediato se produzca un giro en nuestra conciencia y para que los escalones que previamente eran transparentes ahora pasen a un primer nivel de la conciencia.

Lo que hace que algo que previamente era transparente pase súbitamente a ese primer nivel de la conciencia, es lo que Heidegger denomina un quiebre por cuanto, precisamente, “rompe” la transparencia anterior. El quiebre altera el fluir en el que previamente nos encontrábamos y trae consigo un mundo diferente a la conciencia. Uno de sus efectos más importantes es que, a partir de tal quiebre, podemos ahora reorientar las acciones que estábamos realizando previamente. En otras palabras, podemos ahora buscar formas diferentes de hacernos cargo. El quiebre permite reorientar nuestras acciones. De la misma manera, altera las inquietudes que antes nos orientaban. Lo que antes estaba en un espacio de transparencia, ahora ocupa un espacio de presencia.

Un quiebre puede surgir de dos maneras diferentes. Por un lado, como expresión del mero acontecer en un determinado proceso de hacernos cargo. Se rompe el escalón y ello produce un quiebre. Aparece un obstáculo inesperado y ello constituye un quiebre. Pero los seres humanos tenemos también el poder de “declarar” quiebres. De pararnos frente a lo antes aceptábamos sin mayores problemas y declararlo “insatisfactorio”; de decir “basta” frente a lo que antes nos resignábamos. De declarar “¡No más!”. Al hacerlo, abrimos un horizonte de posibilidades diferente y podemos tomar acciones que nos conduzcan hacia un futuro distinto, que interpretamos como un futuro mejor.

Vivir la vida haciéndonos cargo del ser que somos y proyectándolo hacia el futuro, equivale a vivirla desde la autenticidad, aceptando su finitud y la inevitabilidad de la muerte. Ello es la fuente del sentido de vivir. Los seres humanos, sin embargo, podemos optar por una vida inauténtica, que le da la espalda a la facticidad de la existencia. Esta vida inauténtica da lugar a un importante concepto de la filosofía de Heidegger: el concepto de das Man. Éste implica una vida vivida desde el “se” y no desde la autenticidad del ser. De esta forma, optamos por lo que “se” hace, nos vestimos como los demás “se” visten, estudiamos lo que “se” estudia, leemos lo que “se” lee, etc. En rigor, delegamos en ese “se” impersonal el imperativo de hacernos cargo del carácter único de nuestro propio ser. Con ello, conducimos una vida vivida vicariamente, como espejo de la imagen que nos hacemos de los demás. No obstante, frecuentemente, despertamos desde esta inautenticidad y nos vemos obligados a enfrentar a ese ser que hemos descuidado.