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Columnas ontológicas #14: El enfoque sistémico

Hasta ahora hemos examinado diferentes contribuciones que confluyen en la propuesta de la ontología del lenguaje. La mayoría de ellas, poseen un rasgo común: nos ofrecen conocimiento sobre aspectos determinados y diversos de la realidad. Cuando abordamos el enfoque sistémico, sin embargo, lo que está en juego es algo diferente. Más que un abordaje sobre un segmento particular de la realidad, éste está dirigido a la manera como la abordamos cuando deseamos conocerla.

El proceso que seguimos para extraer conocimiento sobre la realidad no es inocente. Al hacerlo, estamos obligados a hacer determinados supuestos sobre ella, a prepararla para el proceso que sobre ella realizaremos con el propósito de extraer ese conocimiento. Ello muchas veces implica someterla e incluso forzarla para que nos hable.

Nietzsche capta intuitivamente esta situación y nos advierte que el conocimiento ejerce una suerte de tortura sobre la realidad con el objeto de obligarla a revelar su verdad. Al hacerlo, nos señala Nietzsche, el conocimiento distorsiona la realidad que busca entender. Esta es una imagen adecuada. Sin embargo, no nos permite comprender la especificidad del mecanismo de la distorsión. Para captar lo que está en juego, es importante reconocer que, siendo los seres humanos seres lingüísticos, el lenguaje nos tiende trampas y éstas se expresan como distorsiones en nuestro proceso de conocimiento.

Una de estas distorsiones que acometemos sobre la realidad apunta a una de estas trampas del lenguaje. En efecto, buscando servir al conocimiento, el lenguaje establece distinciones, separa y corta aspectos de la realidad, colocándole nombres a las distintas partes así generadas. Pero esta separación es muchas veces una suerte de desmembramiento de la realidad, pues al distinguir y separar cortamos las relaciones que esas partes mantienen entre sí. Evidentemente no es la realidad, en sí misma, la que queda desmembrada, pues ésta, como tal, sigue incólume. Es la manera como ella se presenta en el conocimiento la que se ve afectada. La distorsión se manifiesta, por lo tanto, como una distorsión del conocimiento.

Tales distorsiones se expresan como dificultades para comprender adecuadamente determinados fenómenos. En nuestro afán por conocer la realidad sucede que la distorsionamos y con ello comprometemos el propio conocimiento que buscamos alcanzar. Esta dificultad se presentó históricamente en dos dominios: en la filosofía y en el desarrollo científico.

El primer intento de superar este problema se produjo en la filosofía y la solución que se ofreció fue la filosofía dialéctica. Esta última se desarrolló en dos variantes distintas: una variante idealista, a través de la filosofía de G.W.F. Hegel (1770-1831) y a una variante materialista, más cercana a las ciencias, a través de Karl Marx (1818-1883) y Frederick Engels (1820-1895). Ambas variantes, sin embargo, se mostraron incapaces de resolver adecuadamente los problemas que las habían suscitado y, con el tiempo, fueron perdiendo vigencia y relevancia.

 

Desarrollo histórico que marca el inicio del enfoque sistémico

En el dominio de las ciencias, estas distorsiones se expresaron como dificultades para explicar adecuadamente determinados fenómenos. Entre tales dificultades, cabe mencionar, por ejemplo, el comportamiento que muchos de ellos registraban en el transcurso del tiempo. También, la capacidad de entender situaciones altamente complejas, debido a la multiplicidad de factores que en ellas intervenían, como sucedía, por ejemplo, con las condiciones meteorológicas, No se entendía por qué, a partir de una cierta velocidad, los fluidos alteraban su comportamiento uniforme anterior y desarrollaban turbulencia. Había, asimismo, un conjunto de condiciones biológicas que no lograban ser adecuadamente explicadas. En fin, las dificultades se multiplicaban.

Fue en el dominio del desarrollo científico donde se encontró un camino para hacerse cargo de estos problemas, dando lugar al nacimiento de lo que hoy conocemos como el enfoque sistémico. Una vez que ello se produce, éste se extenderá no sólo al conjunto de las disciplinas científicas, sino también a otras modalidades de conocimiento. Hay quienes sostienen que el enfoque sistémico ha perdido la relevancia que tuvo en un determinado momento, dado que ya no se habla de él como se hacía antes. Pero esto último es sólo la expresión de su éxito.

En la actualidad, el enfoque sistémico se ha impuesto en todas las disciplinas científicas y, si bien es posible que se hable menos de él, ello es por cuanto está plenamente asumido y ha devenido práctica común tanto en la enseñanza, como en el propio quehacer científico. No así, sin embargo, fuera de dicho quehacer. Nuestro sentido común dista todavía de asumir plenamente una mirada sistémica. De allí la importancia de abordar este tema de manera específica y de comprender lo que caracteriza a esta mirada.

Para entender el enfoque sistémico es conveniente situarse en el curso del desarrollo de las ciencias. Para hacer es primero importante reconocer el impacto histórico que tuvo el nacimiento de las explicaciones científicas. A diferencia de todas las demás explicaciones que los seres humanos ofrecían para dar cuenta de lo que sucedía a su alrededor, el quehacer científico alcanzaba lo que ningún otro tipo de explicación lograba producir. Para hacerlo, establecía algunos criterios.

Uno de ellos consistía en explicar los fenómenos sólo a partir de fenómenos. Cualquier intento de ir más allá de ellos (como lo hacía, por ejemplo, la religión o la metafísica) quedaba por consiguiente clausurado. Conocida es la anécdota sobre el encuentro que tuvo el astrofísico Pierre-Simon Laplace (1749-1827) con Napoleón, luego que publicara su obra Tratado de mecánica celeste, en la que daba cuenta de las leyes de funcionamiento del universo. El Emperador asombrado con el libro, le pregunta al científico cómo puede pretender explicar el universo sin referirse a su Creador. Laplace le responde escuetamente, “Sire, je n’ai pas eu besoin de cette hypothese” (“Su Señoría, esa hipótesis no me fue necesaria”). El Creador no pertenece al dominio fenoménico.

A partir del criterio mencionado, las ciencias buscaban leyes generales del comportamiento de los fenómenos, que permitían no sólo entenderlos, sino anticiparlos y, por lo tanto, predecirlos. Pero lo más importante es que esa explicación posibilita también producirlos. La explicación científica no sólo daba cuenta de ellos, a la vez permitía generarlo o impedirlo. Eso no lo lograban las explicaciones no científicas.

La explicación científica, por lo tanto, no sólo otorgaba tranquilidad al alma, como acontecía con otras, sino, por sobre todo, poder de intervención. Lo dicho no es trivial pues coloca el énfasis no en el criterio de verdad, como suele hacerse, sino en el criterio del poder. Las explicaciones científicas son sólo verdaderas hasta que se demuestra lo contrario. Ello significa que sus verdades son siempre provisorias. No son nunca absolutas; son siempre relativas, sujetas al desarrollo científico en el tiempo. Lo que las hace excepcionales es su poder. Vale decir, lo que ellas permiten, no es sólo entender, sino, sobre todo, hacer. Nietzsche nos lo reitera múltiples veces: lo que decide que determinadas interpretaciones se impongan sobre otras no es una función de su verdad sino de su poder. En palabras del físico teórico estadounidense, Richard Feynman (1918-1988), “lo que no puedo crear, no lo entiendo”. El criterio básico de validación científica es la capacidad de intervención, de poder crear aquello que se explica.

En su desarrollo histórico, las ciencias establecerán tres supuestos que, en el futuro, serán cuestionados. El primero, es el supuesto del análisis, utilizado para enfrentar fenómenos complejos, en los que intervienen múltiples factores. Éste criterio sostenía que, enfrentado a una situación compleja, el científico debía desagregarla en sus partes más simples, explicar cada una de estas partes y luego juntar sus explicaciones parciales para así dar cuenta de la situación global que se configuraba.

El segundo supuesto sostenía que una explicación se expresa al interior de una matriz causa-efecto, en la que el fenómeno explicado aparecía como el efecto de otro u otros que asumen el papel de causa. Hacer ciencia implicaba, por lo tanto, considerar el fenómeno que se procuraba explicar como efecto y buscar aquellos otros que lo causaban.

El tercer y último supuesto era el de la linealidad que postulaba que existía una proporcionalidad entre la causa y su efecto. Si la causa se incrementaba o se reducía, el efecto se alteraba, en sentido directo o inverso, de manera correspondiente. La mirada sistémica pone en cuestión estos tres supuestos.

El nacimiento del enfoque sistémico se da en un contexto de creciente conciencia sobre las limitaciones que, de manera progresiva, encontraban las explicaciones científicas. Sucedía, además, que diversas disciplinas ligadas, por ejemplo, al reconocimiento de la importancia del lenguaje, como la lingüística y la hermenéutica, constaban que el proceder de las ciencias naturales y el tipo de explicaciones que éstas ofrecían, no les servían y buscaban explicaciones de un carácter diferente.

Por otro lado, en la Unión Soviética de la década de 1930, algunos biólogos, como P.K. Anokhin (1898-1974), procuraban desarrollar un marco adecuado para comprender el comportamiento de las plantas en su relación con el entorno y postulaban, inspirándose en la dialéctica de la naturaleza desarrollada en su momento por Frederick Engels, lo que llamaban “sistemas funcionales”, expresión ajena al léxico científico de esa época.

En ese contexto, surgen dos figuras que devendrán pioneros en el desarrollo de un enfoque diferente. Se trata del biólogo austríaco-canadiense, Ludwig von Bertalanffy (1901-1972), que desarrolla lo que llamará la “teoría general de sistemas”, sugiriendo caminos diferentes para el quehacer científico, y del matemático norteamericano Norbert Wiener (1894-1964), quién inaugura lo que, en su momento llamará, la cibernética. El de mayor influencia posterior será Wiener y sobre éste último nos detendremos.

En la Segunda Guerra Mundial, los aliados enfrentaban el problema de no saber cómo contrarrestar el poderío aéreo de los alemanes, quienes realizaban bombardeos sistemáticos de las principales ciudades industriales de sus enemigos europeos, debilitando con ello el funcionamiento de sus economías y la producción de armas. Para los aliados, revertir esta situación resultaba imprescindible para poder ganar la guerra. Es importante advertir que, durante la misma guerra, los ingleses habían desarrollado el radar a partir de los trabajos de Robert Watson-Watt (1892-1973), lo que permitía identificar cuando un bombardero ingresaba a su espacio aéreo. Disponían también de una poderosa artillería antiaérea.

Por lo tanto, usando el radar, a los ingleses les era posible establecer con relativa exactitud la velocidad y la dirección de los bombarderos alemanes, lo que los habilitaba a dirigir sus misiles, ajustando su dirección de acuerdo al tiempo que éstos tomaban en llegar a sus blancos. Los misiles, sin embargo, raramente daban en los bombarderos. Los aviadores alemanes, conscientes de lo que hacían los ingleses, alteraban permanente su dirección y velocidad, eludiendo así los misiles que se les disparaban. Ello implicaba que, cuando en la pantalla del radar aparecía un bombardero alemán, la acción más segura que se ejecutaba era la de encender la alarma en la ciudad, para que sus habitantes acudieran a los refugios anti-aéreos para salvar sus vidas.

Enfrentando esta situación, el Pentágono le pide a Wiener que resuelva este problema, del que, en gran medida, dependía el resultado de la guerra. Wiener se da cuenta de que requería desarrollar una modalidad de intervención sustentada en aportes científicos que la ciencia de su tiempo no entregaba. Necesitaba ser capaz de intervenir en un proceso en marcha, proceso cuyo curso no era posible anticipar en sus inicios, pues éste cambiaba de acuerdo a las decisiones que tomaban los agentes que en él participaban. La cibernética – uno de los primeros nombres que asumirá el enfoque sistémico – nace, en importante medida, de la resolución que Wiener hace de este problema.

Toda una nueva terminología va a abrirse camino a partir del trabajo de Wiener y su equipo, acuñándose conceptos tales como los de información, control, retroalimentación, etc. La solución ideada por Wiener consiste en no perder el control sobre el desplazamiento del misil una vez que éste ha sido disparado, de manera de poder hacerle llegar información para que éste reoriente su dirección, de acuerdo a la nueva información registrada por el radar. Ello significaba tener capacidad de retroalimentar constantemente el misil. Hoy, todo aquello nos parece simple y casi obvio. Sin embargo, en su época ello implicaba una manera completamente novedosa de enfrentar los problemas.

Una vez terminada la guerra, luego del triunfo de los aliados sobre los alemanes y japoneses, Wiener decide convocar a amplia gama de científicos, representantes de las más diversas disciplinas, una serie de conferencias que fueron llamadas las Conferencias Macy, dado que fueron financiados por la Fundación Macy, asociada con la influyente familia del mismo nombre. Estas conferencias fueron diez y se realizaron desde 1946 hasta 1953.[1] El objetivo: a partir de lo realizado por Wiener y su equipo, desarrollar conjuntamente modalidades diferentes y más poderosas de hacer ciencia, generando lo que más adelante tomará el nombre de enfoque sistémico. De 1954 a 1958, se realizaron otro conjunto de conferencias sobre procesos grupales.[2]

Las Conferencias Macy marcan, en rigor, el punto de inicio más significativo del enfoque sistémico. A ellas acuden matemáticos, físicos, químicos, biólogos, ingenieros, psicólogos, antropólogos, filósofos, etc. A partir de ellas, el enfoque sistémico deviene una perspectiva crecientemente dominante en el desarrollo del quehacer científico en prácticamente todas las disciplinas. Hoy en día, el enfoque sistémico ha devenido lengua corriente en el conjunto del quehacer científico. [3]

Hasta ahora, hemos enfatizado una mirada histórica frente al desarrollo del enfoque sistémico. Desde los tiempos de von Bertalanffy y Wiener ha corrido mucha agua y éste enfoque se ha desarrollado y crecido. Ya no estamos en la era que necesario intervenir en las trayectorias de los misiles antiaéreos, sino, por ejemplo, en los problemas que plantea el acelerado cambio climático en nuestro planeta, en la manera como diseñamos nuestras vidas en común en las ciudades, en cómo operamos en un mercado globalizado y competitivo o, simplemente, cómo diseñamos nuestra existencia. Para entender cómo el enfoque sistémico alteró la forma tradicional de hacer ciencia es necesario especificar sus rasgos fundamentales. Es lo que haremos enseguida.

Caracterización del enfoque sistémico

El enfoque sistémico posee, entre otros, los siguientes rasgos:

1. El privilegio de las relaciones por sobre las entidades.

En enfoque científico tradicional consideraba que el carácter o la naturaleza de una entidad particular, determinaba la forma como ésta actuaba y se relacionaba con otras. Ello resultaba, por lo demás, consistente con el presupuesto metafísico que postulaba que el ser de una entidad, define la acción y el tipo de relaciones que ella despliega. Desde el enfoque sistémico este supuesto es cuestionado. Sin desconocer que el carácter de una entidad incida inicialmente en sus relaciones, no es menos cierto que las propias relaciones que ella establece puede modificar muy profundamente el carácter inicial de la entidad.

Para quienes provenían de la lingüística, la hermenéutica y la filosofía del lenguaje, esta premisa resultaba muy fácil de aceptar. Se reconocía sin dificultad el poder transformador que podían ejercer una conversación, la lectura de un determinado texto, una interacción pedagógica en una sala de clases, etc. Sostener, como lo hacemos, que somos seres conversacionales, seres que operamos en el lenguaje, implica reconocer precisamente eso. La capacidad de lenguaje no es un atributo de los individuos, como lo es el respirar. El lenguaje es relacional. Emerge y se desarrolla en las interacciones que los individuos mantienen entre sí.

2. La importancia de las dinámicas temporales.

Las relaciones se desarrollan y despliegan en el tiempo y, por lo tanto, situar los fenómenos al interior de sus dinámicas temporales resultaba fundamental para entender la generación de los resultados alcanzados. A diferencia del enfoque científico tradicional, el enfoque sistémico privilegia el factor tiempo, factor que representaba uno de los principales obstáculos de las explicaciones científicas anteriores. Ello implicaba no sólo comparar dos o más situaciones en el eje del tiempo, sino poder comprender el flujo de la dinámica en el tiempo, vale decir el evolucionar ininterrumpido de las relaciones en el tiempo y el carácter de las transformaciones asociadas. Una herramienta para poder analizar estos flujos en el tiempo, serán los diagramas de flujo, de uso habitual del enfoque sistémico.

Uno de los problemas que planteaba este cambio de enfoque consistía en disponer de un conocimiento matemático que lo hiciera posible. Afortunadamente los primeros pasos del enfoque sistémico se encuentran con importantes desarrollos matemáticos anteriores en los cuales apoyarse. Cabe mencionar, por ejemplo, las contribuciones realizadas por Jean-Baptiste Joseph Fourier (1772-1837) y las llamadas series de Fourier que permiten el estudio de dinámicas de flujo, y, más adelante, por Jules Henri Poincaré (1854-1912) en el desarrollo de las matemáticas no lineales. Ellas servirán de base para su arranque inicial. El propio enfoque sistémico estimulará importantes nuevos desarrollos matemáticos posteriores.

3. Procesos versus productos

De los dos rasgos descritos previamente (el énfasis puesto en las relaciones y en la temporalidad) surge el reconocimiento de la importancia que el enfoque sistémico le confiere a los procesos conducentes a determinados resultados. Nuestra tradición cultural – incluyendo en ella el desarrollo científico más temprano – se caracterizaba por buscar causas que remitían a agentes, los que muy frecuentemente eran identificados como personas, órganos, sustancias, cosas o elementos.

Había, por lo tanto, una tendencia a cosificar o “sustancializar” las causas. Con el enfoque sistémico, se produce un giro importante en relación a esta modalidad explicativa. Las causas son vista crecientemente como procesos capaces de producir los efectos que se buscan explicar. Se deja de colocar énfasis en las cosas y se busca ahora entender los procesos a partir los cuales se generan los fenómenos seleccionados.

Para dar cuenta de los procesos, es preciso, primero, destacar la importancia de las relaciones por sobre las entidades y, enseguida, colocar tales relaciones en el eje de la temporalidad. Ello implica un cambio radical en relación a la mirada tradicional que desplaza la importancia previamente conferida a las personas y a las cosas, y se preocupa más por los contextos, por el carácter de las relaciones y por las modalidades específicas que ellas asumen en el tiempo. Ello permite descubrir la existencia de procesos virtuosos a través de los cuales se logran resultados y se generan productos que dependen más del carácter de tales procesos, que de las personas o cosas que en ellos participan.

4. El privilegio de la forma por sobre el contenido.

El enfoque científico tradicional tenía un marcado sesgo sustancialista lo que implicaba enfatizar la importancia de los contenidos que se expresaban en las relaciones e interacciones. Para el enfoque sistémico tanto o más importante que los contenidos es la forma que asume la relación. Ello implica poner atención en la geometría, la arquitectura, la estructura que se conforma en la dinámica de relaciones. De allí que el enfoque sistémico debe acudir de manera recurrente a los diagramas como modalidad de articulación de sus explicaciones. Lo que ofrecen los diagramas es precisamente la capacidad de “levantar” la forma de la dinámica, sus estructuras subyacentes, al interior de procesos temporales.

Con ello la mirada sistémica se hace cargo de otra importante restricción de nuestro lenguaje: su carácter secuencial y lineal. Ello oscurece la simultaneidad que, por lo general, se registra en un marco de interdependencia entre factores diversos. Una de las ventajas de los diagramas es su capacidad de presentar simultáneamente el conjunto de factores relevantes asociados y situarlos en una dinámica temporal.

La opción por las formas que exhibe el enfoque sistémico se expresa, adicionalmente, en la importancia que éste le concede a la búsqueda de patrones recurrentes en el comportamiento de una entidad. Ello implica reconocer que el comportamiento no suele ser plenamente aleatorio. Más allá de remitir a la estructura del sistema en cuestión, éste sigue también formas relativamente estables en las que los distintos factores que en él participan se agrupan al interior de modalidades tipos, las que permiten ser identificadas con antelación.

Ello implica reconocer que los comportamientos de los miembros de una determinada clase no se distribuyen en rangos de posibilidades infinitas dentro de continuo cuantitativo, sino que, por el contrario, se agrupan en tipos de comportamientos que se diferencias cualitativamente entre sí, en los que los factores relevantes asumen formas restringidas de articulación, que reconocemos como patrones. En el caso de los seres humanos, no sólo es posible reconocer patrones diferentes a nivel de sus comportamientos, sino también en el plano de sus interpretaciones.

5. La perspectiva de totalidad.

Como lo hemos señalado, el enfoque científico tradicional acudía al análisis como mecanismo para abordar los problemas asociados a la complejidad. Un fenómeno asociado a una multiplicidad de factores, configurando una totalidad compleja, era, mediante el análisis, desagregado en sus distintas partes con la expectativa de que, explicando sus partes, y luego juntando estas explicaciones, se obtendría la explicación de esa totalidad compleja. Pues bien, ello muchas veces no se cumplía. La explicación de las partes no conducía a una explicación adecuada del fenómeno complejo.

Un elemento característico del enfoque sistémico es el reconocimiento de que, muchas veces, el fenómeno complejo del que se partía, no se era necesariamente equivalente a la suma de sus partes. Por lo tanto, la explicación de las partes no conducía a su explicación. A veces la suma del desempeño de las partes resultaba inferior o superior al desempeño de la unidad totalizante que ellas conformaban.

Esto es algo que vemos permanentemente en las contiendas deportivas. El nivel de desempeño de los miembros de un equipo no siempre permite determinar el desempeño del equipo como tal. Hay equipos conformados por miembros de un nivel de desempeño relativamente más discreto, que superan a equipos integrados por jugadores mucho más destacados. De la misma manera, hay equipos conformados por miembros de niveles de desempeño relativamente equivalentes, que logran desempeños significativamente distintos entre sí. Ello, por cuanto, el desempeño de la unidad global está afectado por la estructura, la cultura y la dinámica que se expresa en su funcionamiento.

6. Las nociones de propiedades y de dominios emergentes: el concepto de organización.

Relacionado con lo anterior y casi como un corolario de ello, el enfoque sistémico reconoce que, como resultado de la estructura, cultura y dinámica de funcionamiento de un sistema complejo, éste último manifiesta propiedades que simplemente no se encuentran en ninguna de sus partes. La relación entre las partes y el todo, por lo tanto, no sólo presenta diferencias cuantitativas, sino también cualitativas. Hay dimensiones del fenómeno global que surgen estrictamente del operar de las partes, sin que las encontremos en ellas. Desde el enfoque científico tradicional no había cómo dar cuenta de esta situación.

Para hacerlo, el enfoque sistémico requiere acuñar nuevos conceptos, nuevas distinciones. Ello da lugar a términos como propiedades emergentes, para aludir a aquellos atributos del fenómeno complejo que no se encontraban en sus componentes. Pero muchas veces se reconocía también que aquello que emergía no eran tan sólo algunos atributos, sino dominios fenoménicos completamente nuevos, los que, nuevamente, tampoco guardaban referencia directa con el comportamiento las partes.

A partir de lo anterior, surge la necesidad de acuñar la noción de organización, para dar así cuenta de la aparición de una unidad de comportamiento que es cualitativamente distinta de las partes y de la estructura y dinámica de funcionamiento que éstas conforman. Esta distinción entre estructura y organización devendrá un aspecto característico del enfoque sistémico. [4]

Todo esto implicaba aceptar distintos niveles de análisis. Uno era aquel que se situaba al nivel de la estructura de funcionamiento de las partes de una entidad. Éste tomaba como unidad de análisis los componentes individuales del sistema. Otro nivel diferente era aquel asociado al tipo de comportamiento de la unidad que se conformaba a partir de los comportamientos y relaciones de sus componentes individuales, generando fenómenos que no podían reducirse a tales comportamientos y relaciones.

Cabe reconocer que antes del nacimiento formal del enfoque sistémico hubo planteamientos que anticiparon este tipo de situaciones. Tres figuras son importantes a este respecto. Nos referimos, en primer lugar, a Adam Smith (1723-1790) y su análisis sobre la relación que mantiene el comportamiento individual en la emergencia del mercado[5], generándose dos lógicas diferentes de comportamiento. Una primera que se orienta por los intereses individuales y una segunda que, de acuerdo a las propias condiciones del mercado, sirve el interés social de la comunidad.

En segundo lugar, cabe mencionar los escritos tempranos de Frederick Engels y, muy particularmente, su análisis de la relación entre los comportamientos individuales y la organización de la ciudad de Manchester[6]. Nuevamente siguiendo una lógica de intereses particulares, desconectados entre sí, se produce un orden urbano, de una riqueza y complejidad que nadie ha diseñado.

Por último, tenemos el caso de Charles Darwin y su teoría sobre la relación entre los comportamientos individuales y la sobrevivencia y evolución de las especies[7]. En todos ellos percibimos de manera implícita la noción de organización que luego, de manera sistemática, desarrollará el enfoque sistémico.

7. La ruptura de la linealidad y el concepto de “estado de fase” o de puntos de inflexión.

Nuestro lenguaje es secuencial y lineal y ello nos impone una trampa en nuestra capacidad de entendimiento en la medida que nuestras explicaciones tiende a asumir la linealidad del lenguaje en las que se expresan. Ello se traducía en el hecho de que las explicaciones que se generaban desde el enfoque científico tradicional asumía esta misma linealidad. Ello se expresaba de muy distintas maneras.

Una de las formas que asumía esta linealidad era a través del supuesto de una proporcionalidad entre causa y efecto. Si se produce una variación menor en la causa, cabía esperar una variación menor en el efecto y si la variación en la causa era mayor, el efecto que debiéramos esperar era también mayor. Sin embargo, ello no se cumplía así en múltiples instancias. Muchas veces grandes incrementos en las causas, producían efectos menores o poco significativos, mientras que en otras oportunidades una pequeña variación en la causa, generaba cambios cualitativos como efecto.

Tomemos un caso banal: la relación entre la variación de la temperatura y el comportamiento del agua. Si partimos de una temperatura de 0 grado centígrado y la subimos progresivamente en un grado, obtenemos un efecto lineal que se expresa en un incremento acumulativo en la temperatura del agua. Pero esta relación se altera cuando del grado 99 pasamos al grado 100. Con el incremento de un solo grado, se produce ahora un cambio cualitativo en el comportamiento del agua, pues ésta comienza a hervir.

Esta situación se reitera en contextos completamente distintos y en múltiples otros dominios. Conocido es el ejemplo ofrecido por el meteorólogo Edward Lorenz (1917-2008) – padre de la Teoría del Caos, que estudia los sistemas complejos – cuando nos advierte que el latir de las alas de una mariposa en el Amazonas puede producir un ciclón en Texas. En ambos ejemplos, constatamos que se rompe el supuesto de la linealidad. Ello conlleva consecuencias importantes a nivel de la organización de un fenómeno complejo. Muchas veces no se requiere de intervenciones masivas para producir efectos equivalentes al nivel superior de la organización.[8]

Lo anterior plantea la necesidad de detectar cuáles son los puntos en un sistema en los que la linealidad se ve afectada, en los que se rompe el carácter acumulativo de los efectos, o bien, en los que las intervenciones deben dirigirse a determinadas áreas del sistema, pues no resulta indiferente desde la perspectiva de los efectos, si la intervención se dirige a un determinado punto o a otros. En los sistemas suelen existir lo que se llama “puntos de palanca” (en inglés, “leverage points”) en los que las intervenciones que el sistema recibe resultan mucho más efectivas.

8. Auto-organización versus diseño

El punto anterior nos permite reconocer la existencia de sistemas auto-organizados, generados a partir del comportamiento de sus miembros componentes, que siguiendo en su actuar sus propias lógicas y, sin proponérselo, producen un tipo de organización muchas veces virtuosa, que se rige por sus propias normas de funcionamiento, diferentes éstas de las lógicas individuales en las cuales se sustentan. Hoy este campo se ha constituido en una importante área de conocimiento, la que alimenta la revolución digital en curso y que se encuentra en la base de los desarrollos en robótica e inteligencia artificial.

El fenómeno de la auto-organización permite ser reconocido en múltiples áreas de la realidad. Lo vemos, por ejemplo, en aquellas especies que Edward O. Wilson define como sustentadas en la eusocialidad[9]. Ellas son capaces de conferirse una organización altamente compleja como resultado emergente de los comportamientos de sus miembros, comportamientos del todo ajenos a las intenciones de los miembros individuales. El estudio, por ejemplo, de las colonias de hormigas es revelador a este respecto.

El enfoque tradicional tendía a suponer que tras estos sistemas complejos era preciso encontrar un agente que los producía: que los diseñaba de arriba hacia abajo. Ello conducía a la noción de un Ser Creador, de un diseñador, de un responsable, que a partir de una acción intencional producía este tipo de sistemas. Las premisas del programa metafísico contribuían sin duda a este acercamiento. El enfoque sistémico disuelve esa creencia a través de la noción de la emergencia. Sistemas altamente complejos pueden ser generados sin que sea necesario postular la noción de un diseñador intencional de los mismos. En ellos, el movimiento de generación no es de arriba hacia abajo (“top-down”), sino, por el contrario, de abajo hacia arriba (“bottom-up”).[10]

Ello ha habilitado un abordaje científico, de explicaciones que siguen el precepto científico de dar cuenta de los fenómenos a partir de fenómenos, eludiendo la necesidad de postular la necesidad del Creador, como lo hiciera Napoleón frente a Laplace. Sólo que, para habilitar un abordaje diferente, las limitaciones del enfoque científico tradicional requerían ser superadas, tal como lo hace el enfoque sistémico.

Uno de los problemas que conduce al fracaso de las experiencias socialistas guarda precisamente relación con este punto. Para el pensamiento socialista el diseño, la planificación centralizada, representan la mejor forma de conducir un sistema económico y político. Su incapacidad de reconocer las ventajas de un sistema auto-organizado, con mecanismos propios de regulación, como lo hace el mercado en la esfera económica democrático en la esfera política, conduce a las experiencias socialistas a generar sistemas altamente rígidos en ambas esferas, lo que culmina, en último término, precipitando su colapso.[11]

Uno de los méritos de Friedrich von Hayek (1899-1992), premio Nobel de Economía del año 1974 y uno de los tres grandes economistas del siglo XX[12], reside en haber insistido en esta particular debilidad del enfoque socialista. La auto-organización, sin embargo, no es inmune a deficiencias y fracasos. Por otro lado, la organización producida por diseño, como acontece con las empresas y los partidos políticos, es muchas veces importante y necesaria, logrando objetivos que la auto-organización no es capaz de alcanzar. Es importante no desconocer el fenómeno sistémico de la auto-organización – con capacidad de auto-regulación – que surge como resultado espontáneo, no intencional, de los comportamientos individuales.

9. La interdependencia de los componentes de un sistema.

El enfoque científico tradicional mantenía la matriz causa-efecto como su principal recurso explicativo. Ello implicaba suponer una relación unívoca – en una sola dirección – entre el efecto y la causa. Desde el enfoque sistémico se reconoce que las partes que conforman un sistema suelen mantener entre sí relaciones de influencias recíprocas. Ello implica, por ejemplo, que cambios en un factor x pueden afectar a múltiples otros factores, en una cadena sucesiva de transformaciones, a través de la cual se generan cambios en el primer factor que inició el proceso de transformaciones.

Esto se traduce en el hecho de que se suelen producir procesos de transformaciones múltiples, en simultaneidad o en cadena, involucrando a factores diversos, procesos en los cuales muchas veces los efectos iniciales producen alteraciones en sus propias causas. La relación causa-efecto del enfoque científico tradicional da lugar al reconocimiento de relaciones de interdependencia entre los miembros que conforman el sistema.

10. Tres importantes criterios para la evaluación de los sistemas: conectividad, plasticidad, adaptabilidad.

A partir de los puntos anteriores surgen diversos criterios para evaluar el carácter y potencial de un sistema. De entre ellos, nos concentraremos en tres. El primer criterio es el de la conectividad que mantienen entre sí los componentes de un sistema. Se trata de la capacidad de afectación mutua que se registra entre ellos, a partir de sus respectivos comportamientos. Hay sistemas de baja y de alta conectividad. Cuando la conectividad es baja, las alteraciones que se producen en el comportamiento de un componente genera efectos reducidos en el comportamiento de los demás componentes. Cuando la conectividad es alta los cambios en el comportamiento de un componente logran producir importantes alteraciones en la dinámica del sistema.

El nivel de conectividad incide, en consecuencia, en el potencial de desempeño del sistema. Ello lo vemos, por ejemplo, en el desempeño de los equipos de trabajo. Uno de los rasgos más importantes de un equipo de trabajo de alto desempeño es su elevada conectividad. Lo que uno de sus miembros dice o hace dentro de estos equipos, altera la manera como los demás miembros hacían sentido del problema o de la situación que enfrentaban y modifica las acciones que previamente emprendían.

Pero, así como hay una conectividad positiva que incrementa el potencial de desempeño de un equipo, hay también una conectividad negativa la que, en vez, promover el nivel de desempeño, lo restringe. En este caso la influencia de un determinado miembro del equipo tiene un efecto negativo sobre el desempeño de los demás y compromete el nivel de desempeño del equipo como un todo.

Por último, el nivel de conectividad del conjunto de los miembros de un equipo no es necesariamente uniforme. Algunos componentes son capaces de generar una alta conectividad, mientras que otros escasamente alteran el comportamiento de los demás. Cuando se desea intervenir en un determinado sistema es importante, por lo tanto, identificar cuáles son los factores que ejercen el mayor impacto en la dinámica del sistema y en la capacidad de cambio en el resto de los componentes. Al determinarse lo anterior, identificamos los “puntos de palanca” del sistema, puntos que, de ser alterados, ejercen un mayor impacto en la transformación del sistema, sus componentes y su dinámica.

El segundo criterio de evaluación de un sistema es el de la plasticidad. Todo sistema se encuentra en un determinado entorno y suele mantener relaciones con él. Desde esta perspectiva, hay sistemas más abiertos y más cerrados a los cambios que se producen en su entorno. Ello es la expresión del grado de afectación que los cambios del entorno pueden ejercer en la dinámica de funcionamiento del sistema. Desde esta perspectiva, podemos reconocer también sistemas más rígidos o más flexibles, dependiendo del efecto que se producen a partir de las alteraciones del entorno.

La flexibilidad, sin embargo, se suele dar en dos variantes: la elasticidad y la plasticidad. En ambos casos el entorno genera cambios en la dinámica del sistema. Cuando estos cambios son elásticos, lo que se reconoce es que, si bien el funcionamiento interno del sistema se ve alterado por las variaciones del entorno, el sistema preserva una tendencia de retornar al punto original en el que previamente estaba. Los cambios, por lo tanto, suelen ser provisorios.

Cuando el sistema es plástico, las variaciones en el entorno producen alteraciones en el sistema, variaciones que el sistema tiende a conservar, a menos que otras variaciones en el entorno lo obliguen a corregirla. El sistema que conserva sus cambios internos suele quedar disponible para introducir nuevas alteraciones, acumulando transformaciones sobre transformaciones y generando lo que solemos identificar como capacidad de aprendizaje. En estos casos, las variaciones del entorno juegan un papel altamente significativo en la evolución del sistema en el tiempo. En un texto anterior nos hemos referido a la plasticidad como uno de los rasgos destacados del sistema nervios de los seres humanos.

Todo lo anterior nos conduce al tercer criterio de evaluación de los sistemas que hemos seleccionado: la adaptabilidad. Tanto la conectividad como la plasticidad suelen incidir en ella. La adaptabilidad es la capacidad que registra un determinado sistema para preservar su organización – más allá de las alteraciones que ésta pueda haber tenido – a pesar de las variaciones de su entorno.

Cuando un sistema no logra preservar su organización, se desintegra, colapsa. De tratarse de un sistema vivo, el sistema muere, pues dejó de ser viable. Tal desintegración puede resultar de alteraciones de la propia dinámica de funcionamiento interna del sistema, en el marco de un entorno relativamente estable, o de los efectos que cambios en el entorno generan en tal dinámica de funcionamiento. Todo sistema se mide en último término por el criterio de la adaptabilidad. Esta fue una idea anticipada por el filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) en la segunda mitad del siglo XVII, cuando señalaba que “cada cosa se esfuerza, cuando está a su alcance, por perseverar en su ser”.

11. Sistemas anidados (“nested systems”)

Hasta ahora nos hemos referido a un sistema en su relación con su entorno. El cuadro suele ser, sin embargo, más complejo. El entorno en el cual un determinado sistema se desenvuelve es muchas veces, a su vez, un sistema. Sistema integrado, a su vez por múltiples sistemas diferentes los que pueden operar con un cierto nivel de autonomía en relación a los demás, o estrechamente imbricados entre sí. En la medida que se trata de un sistema, la autonomía será siempre relativa, pues no cabe hablar de un sistema si sus componentes no están en relación y si no mantienen entre sí determinados grados de conectividad, vale decir, de afectación mutua.

A la inversa cuando examinemos la estructura de un determinado sistema, nos solemos encontrar también con subsistemas, que mantienen entre sí relaciones y participan conjuntamente en una particular dinámica de funcionamiento. Basta con observar al ser humano para verificarlo. Somos individuos y en cuanto tales conformamos una unidad la que, sin embargo, participa de múltiples otros sistemas sociales y de un entorno natural que posee, de igual forma, una modalidad sistémica de operar. A su vez, estamos conformados en nuestra particular estructura biológica por diversos subsistemas que están en relación entre si, en una dinámica que permanentemente preserva el tipo de organización que nos caracteriza como el tipo de ser vivo que somos.

Los sistemas se presentan muchas veces anidados (“nested”), contenidos unos al interior de otros, conformados por subsistemas que, a su vez, remiten también a subsistemas. Ello implica que para entender cabalmente un particular sistema es importante no sólo identificar sus componentes, la estructura que ellos establecen entre sí y la dinámica de relaciones en la que participan. Es también importante entender el carácter tanto de los subsistemas que nos constituyen, como de aquellos en los que participamos, vale decir aquellos en los que somos parte o componente. Éstos son referentes muchas veces necesarios para la adecuada comprensión un sistema particular.

12. Jerarquía de dominios fenoménicos distintos.

Los dos últimos rasgos del enfoque sistémicos a los que nos referiremos apuntan en direcciones aparentemente opuestas. Pero entre ellos no hay contradicción. Esperamos poder demostrarlo.

Así como podemos reconocer que los sistemas suelen anidarse, lo que implica que muchas veces sistemas contienen sistemas que contienen sistemas, la noción de propiedades y de dominios emergentes permite establecer una jerarquía en relación a distintos dominios fenoménicos, apuntando con ello a la idea – anticipada también por Spinoza – de que la realidad permite ser vista, no como una dualidad, sino como una amplia unidad. En otros términos, que la realidad permite ser entendida como un gran sistema, conformado por múltiples dominios fenoménicos, organizados jerárquicamente.

La noción de dominio fenoménico, como puede apreciarse, resulta en esto importante. Debido a la capacidad de emergencia que exhiben los sistemas, su dinámica de funcionamiento genera tanto propiedades como ámbitos de comportamiento que no se sitúan al nivel de los componentes del sistema, generándose con ello fenómenos de un nivel diferente, producidos por aquellos se situaban en el nivel inferior.

Tomemos un ejemplo. El ser humano participa en el dominio de los fenómenos físicos. Vale decir, somos una entidad física que, en cuanto tal, se rige por las leyes de la física. Sin embargo, su operar en ese dominio posee una especificidad, muchas veces expresada en restricciones. a partir de lo cual se generan un conjunto de fenómenos químicos, que son diferentes de los físicos y que poseen sus propias leyes de funcionamiento. Situados en ese nivel, el ser humano participa de comportamientos químicos que, como tales, se rigen por las leyes de la química.

Sin embargo, como sucedía en el nivel anterior, tales comportamientos químicos registran especificidades y muchas veces restricciones, lo que habilita que, de ellos, emerjan propiedades y fenómenos que trascienden el dominio fenoménico de la química y que van a conformar el dominio fenoménico de la biología. La relación que marca la frontera entre la química y la biología ha sido adecuadamente estudiada, dando lugar al ámbito del conocimiento de la bioquímica. Y así sucesivamente. Ello implica que el ser humano permite ser estudiados en distintos niveles de esta jerarquía fenoménica, conformada por fenómenos de diferente carácter, partiendo de la física, la química, la biología y así sucesivamente.

Los avances del conocimiento que actualmente se están realizando en la neurobiología, conforman una nueva área de frontera entre el dominio de la biología y múltiples otros dominios fenoménicos que son inherentes al quehacer humano.

13. La aceptación de múltiples miradas sobre un mismo fenómeno

Mientras la característica anterior de la mirada sistémica tendía a una integración de los fenómenos en distintas jerarquías fenoménicas, este último rasgo apunta la necesidad de aceptar que la realidad puede ser examinada desde perspectivas muy distintas. Esto no era la norma que regía el enfoque científico tradicional. Desde éste, el acercamiento científico quedada por lo general circunscrito a una sólo perspectiva de análisis. Un fenómeno requería ser abordado de una sola manera.

Desde el desarrollo de la hermenéutica ya se había comenzado a insistir en la importancia de combinar al menos dos miradas diferentes en el análisis de determinados fenómenos, particularmente aquellos asociados al quehacer humano. Se hablaba así de una perspectiva histórica, que estudiaba su desarrollo en el tiempo, y de una perspectiva estructural o sistémica, que se concentraba en el comportamiento en el presente. Es, por lo demás, lo que hemos realizado en esta misma sección sobre el enfoque sistémico. Comenzamos explicando las condiciones que permiten entender su emergencia, destacando las encrucijadas, las personas y los hechos que dieron lugar a su nacimiento. Pero luego, soltamos esa perspectiva y nos preguntamos por las características del nuevo enfoque naciente. Dos perspectivas explicativas muy diferentes y, sin embargo, complementarias.

Pero el enfoque sistémico no está limitado tan sólo a esas dos perspectivas. Es posible considerar otras igualmente diferentes entre sí. Una perspectiva, por ejemplo, puede centrarse en estudiar la estructura y dinámica de funcionamiento de un determinado sistema. Pero una perspectiva diferente se constituye al estudiar la manera como ese sistema se comporta en su entono y se relaciona con las distintas entidades que lo conforman. Ambas perspectivas – aquella que observa, por un lado, la estructura y su dinámica y aquella que observa, por el otro, su comportamiento o su actuar – son diferentes, aunque complementarias. Los conocimientos que se generan en una, no son contradictorios sino complementarios con aquellos que se generan en la otra.

El postulado de la doble determinación estructural del comportamiento humano

A partir de las características más sobresaliente del enfoque sistémico, descritas previamente, es posibles hacer algunos alcances que consideramos relevantes, orientados a una mejor comprensión del fenómeno humano. Al primero de ellos le hemos dado la forma de un postulado y lo hemos bautizado como el postulado de la doble determinación estructural del comportamiento humano. Se trata de un nombre que asustará a algunos, pues considerarán que se trata de algo de difícil digestión. No es así. En rigor, se trata de algo simple que se sustenta en las ideas que ya hemos desarrollado.

Este postulado nos advierte que si deseamos comprender adecuadamente la manera como los seres humanos actuamos (lo mismo puede aplicarse a cualquier otro sistema), es importante referir ese comportamiento a la estructura que nos define como el tipo de ser que somos. Digámoslo de otra forma: el comportamiento de todo sistema está determinado por su estructura. Digámoslo ahora de una forma incluso diferente: un sistema sólo puede hacer lo que su estructura le permite. El secreto del comportamiento de un sistema, reside, en una primera aproximación, en su estructura. Ningún sistema puede hacer lo que no está estructuralmente habilitado para realizar. Ello representa una primera determinación que ejerce una determinada estructura sobre el comportamiento humano.

A muchos lo que acabamos de señalar les parecerá obvio. Sin embargo, no lo es tanto. Son muchas las veces que buscamos explicar el comportamiento atendiendo, no a su estructura, sino exclusivamente al juego de acciones y reacciones que mantenemos con otros o con el entorno. No negamos la importancia de este acercamiento.

Pero nos parece importante reconocer que, si actuamos o reaccionamos de una determinada manera, es por cuanto tales acciones y reacciones remiten, en una primera instancia, a nuestra propia estructura. No entenderlo puede significar que terminamos por comprometer la posibilidad de nuestra adaptación a cambios de los demás y del entorno.

Desgraciadamente, nuestra capacidad de intervención sobre ellos será siempre limitada en parte, por cuanto ellos suelen operar con relativa autonomía. Cuando no nos es posible cambiar a los demás, podemos intervenir sobre nosotros mismos y, de esa forma, alterar tanto nuestros comportamientos como los resultados que ellos generan. [13]

Sin embargo, en la medida que el sistema que es todo individuo, está anidado a otros sistemas de nivel superior, en los que él, esta vez, es un componente, es preciso reconocer también que nuestros comportamientos, determinados en primera instancia por nuestra propia estructura, están también determinados por la estructura de los sistemas de los que somos parte. Participamos – somos parte – en múltiples sistemas sociales: la familia, la escuela, la empresa en la que trabajamos, en la propia comunidad, etc. Todos estos sistemas sociales, dado los niveles de conectividad que mantenemos en ellos, nos condicionan y lo hacen de muy distintas maneras.

Nuestro comportamiento, por lo tanto, no sólo remite a nuestra propia estructura. De la misma forma, remite, en una segunda instancia a la determinación que sobre nosotros ejercen las estructuras de los sistemas sociales y del entorno natural en el que nos desenvolvemos. De alguna manera, a la primera determinación estructural por nuestra propia estructura, se le suma un efecto de sobredeterminación que ejercen las estructuras de los sistemas de los que somos parte. Ello implica que estamos sometidos a dos niveles diferentes de determinación estructural. De allí que hablemos del postulado de la doble determinación estructural del comportamiento humano.

Cabe advertir que la capacidad de determinación de los sistemas de los que un determinado sistema forma parte es el resultado, no de una ley abstracta que así lo determina, sino del carácter de la estructura propia del sistema en cuestión. Es hecho de que esta determinación exista y el grado que ella reviste resulta de la flexibilidad y, muy especialmente, de la plasticidad de la entidad bajo estudio. No se trata, por lo tanto, de algo arbitrario.

Es importante reconocer, sin embargo, que así como los seres humanos estamos determinados por nuestra propia estructura, al interior de esa determinación, estamos habilitados para introducir cambios en dicha estructura, de la misma manera – dentro nos es posible actuar y alterar aquellas estructuras que nos determinan, al interior de esa misma determinación. Los seres humanos no somos entes meramente pasivos cuyos comportamientos están totalmente predeterminados. Dentro de ciertos límites, nos es posible modificar las estructuras que nos determinan. Con todo, esa capacidad de transformación se sustenta al interior del espacio de determinación a los que estamos expuestos.

Sistemas sociales humanos: estructuras formales e informales, y cultura

Los seres humanos, tal como ya lo examinamos, se diferencian de otras especies por su especial capacidad de lenguaje y, a partir de ésta, de conciencia. Ello no es algo que provenga de un regalo de los dioses, sino, de manera muy concreta, de la particular estructura biológica que poseemos. Esta capacidad de lenguaje y de conciencia nos permite desplegar comportamientos que son inherentes a nuestra particular forma de existencia. Entre éstos cabe destacar, la capacidad de diseñar futuros y el desarrollo de modalidades de socialidad, sustentadas precisamente en el lenguaje. Dicho de otra forma, generamos sistemas sociales que se conforman, en parte, por la manera como los diseñamos.

Lo anterior, se traduce en el hecho de que las estructuras de tales sistemas sociales incluyen múltiples elementos que son productos del diseño humano y que, por serlo, de los cuales tenemos clara conciencia. Venimos, sin embargo, de una tradición que ha sobrevalorado el papel de la conciencia en la comprensión de los fenómenos humanos. Primero Nietzsche y luego Sigmund Freud (1856-1939), que se apoya en las ideas del primero, nos han insistido en la importancia de los aspectos no conscientes de la existencia humana.

Nietzsche lo hizo a partir de su distinción entre persona y sombra, término éste último, que reconocía que estábamos constituidos por un conjunto de elemento que excluimos, sin que ellos desaparezcan, del proceso de generación del tipo de persona que devenimos. Freud, apuntando a una idea equivalente, desarrolla la noción del inconsciente. Ambas contribuciones tienden a relativizar el papel que previamente le otorgábamos a la conciencia en la auto-comprensión que desarrollábamos sobre nosotros mismos.

Al constituir sistemas sociales, los seres humanos estamos en condiciones de reconocer muchos de los elementos que conforman sus respectivas estructuras. Sin embargo, nuestra atención suele centrarse en lo que llamamos la estructura formal del sistema social, que guarda relación con sus aspectos más visibles para nuestra conciencia y que, por lo general, son componentes del sistema que han sido el resultado del diseño humano y que muchas veces han sido formalmente levantados. Si el sistema social es una empresa, la estructura formal podemos reconocerla en su acta de constitución, en su organigrama, en las decisiones de reestructuración que toma su directorio, etc. Si hablamos de una nación, nos referiremos a su constitución y sus leyes, a los distintos poderes del estado, a su distribución administrativa, etc.

Ello, sin embargo, representa una mirada insuficiente de la estructura de tal sistema social. Además de su estructura formal, existe una estructura informal, que se ha ido constituyendo en la propia dinámica de operar del sistema, generando restricciones y normas de comportamiento que no son el resultado del diseño humano, que no están articuladas en ninguna parte y que, por lo general, no son adecuadamente reconocidas por los miembros que conforman tal sistema social. Éste ha sido un tema en el que profundizara el psicólogo industrial, profesor de Harvard, Chris Argyris (1923-2013). Si deseamos una adecuada comprensión de la estructura de un sistema social humano es imprescindible, por lo tanto, no limitarnos tan sólo al levantamiento de su estructura formal, sino levantar también su estructura informal. El trabajo de los antropólogos muchas veces avanza en esa dirección.

Pero hay algo más en los sistemas sociales humanos. Además de una estructura, como sucede con todo sistema, los sistemas sociales que forman los seres humanos generan también una cultura, una modalidad particular, propia del sistema, de conferir sentido y de establecer normas de comportamientos para sus miembros. La cultura es el equivalente de nuestra distinción de observador a nivel individual, pero trasladada al nivel del sistema social. En la medida que los seres humanos actuamos y nos relacionamos con los demás orientado por el sentido que le conferimos a la realidad y a las situaciones que enfrentamos, el sistema social humano reproduce esta esfera de sentido al nivel del propio sistema.

No abundaremos en este punto. Basta con advertirlo. Ello es importante en la medida que el comportamiento de los seres humanos, considerado a nivel individual, no está sólo determinado por la estructura, formal e informal, de los sistemas sociales en los que se desenvuelve, sino también – y de manera altamente significativa – por la cultura de tales sistemas.

El enigma de las apariencias

En enfoque sistémico representa un camino para resolver algunos enigmas que enfrentara durante mucho tiempo el conocimiento. Me refiero a dos de ellos. El primero lo llamo el enigma de las apariencias. El segundo lo denomino el misterio del alma humana. Concentrémonos por ahora en el primero.

Desde muy temprano se reconocía la dificultad que enfrentábamos los seres humanos cuando procurábamos explicar el comportamiento del mundo alrededor. Ya antiguamente Heráclito nos advertía que “la naturaleza gusta ocultarse”. Más adelante, Karl Marx nos advertía que, si la realidad se mostrara por sí misma, la ciencia no sería necesaria. Como puede apreciarse, el problema que ambos visualizan es el mismo. Éste da cuenta de lo que llamo el enigma de las apariencias. El comportamiento de los fenómenos no revela aquello que los genera.

Esta situación se le presenta tempranamente a Aristóteles quien procura resolverla desde su variante metafísica. Esta última, a diferencia de la variante que tomara Platón, su maestro, se caracterizaba por desplegarse desde una relación más cercana con las experiencias directamente observables, poseyendo, por lo tanto, un carácter más empírico. La manera como Aristóteles resuelve este enigma es postulando su célebre distinción entre apariencia y esencia. Aristóteles reconoce que el comportamiento de los fenómenos no logra explicarse adecuadamente de quedarnos tan sólo en el nivel en que éste se nos manifiesta: el nivel de las apariencias. Para comprender dicho comportamiento, según Aristóteles, es preciso ir detrás de las apariencias y penetrar en lo que denomina la esfera de las esencias. Esta es la solución diseñada por Aristóteles para resolver este problema. Cabe destacar la claridad con la que Aristóteles lo percibe y formula.

Sin embargo, la solución que Aristóteles nos ofrece hoy nos resulta inadecuada. Se trata de una solución que era conducida de la mano de la filosofía. El trayecto de las apariencias a aquella zona más oscura de las esencias es uno de los rasgos característicos del quehacer filosófico. Sería anacrónico culpar a Aristóteles por haber seguido este camino. El camino alternativo desarrollado posteriormente por las ciencias sólo se abrió más de dos mil años más tarde. Es cierto, sin embargo, que los antiguos filósofos griegos materialistas, como Leucipo y Demócrito, primero, y más adelante, Epicuro y Lucrecio, van a intuir – aunque no desarrollarán – un camino diferente y de mayor afinidad con aquel hoy desplegado por las ciencias.

Uno de los grandes méritos del enfoque sistémico es, precisamente, el haber corregido la resolución que, en su momento, la metafísica ofreciera al problema del enigma de las apariencias. A través del camino que hoy nos ofrece el enfoque sistémico, diremos – parafraseando a Marx – que las apariencias no sólo son interpretadas de una manera distinta, permitiéndonos conferirles sentido (lo que ya hacía la filosofía), sino que es ahora posible generarlas y transformarlas. Pero lo que es todavía más importante: siguiendo el camino del enfoque sistémico, nos es posible crear nuevas realidades, tal como hoy lo apreciamos en el proceso en marcha desencadenado por la revolución digital. Esto distingue el camino de la filosofía del camino de las ciencias.

Con el enfoque sistémico se disuelve, por lo tanto, el camino de “la metafísica de las esencias”[14], sugerido por Aristóteles y la presunción de inmutabilidad de tales esencias. Digámoslo fuerte y claro: no existen tales esencias. Ellas no eran sino la expresión de nuestra ignorancia. Cualquier referencia, por lo tanto, a “nuestra esencia” no es sino la manifestación de un problema mal planteado y es contraria a la perspectiva ontológica que proponemos.

El misterio del alma humana

Durante largo tiempo los seres humanos hemos considerado que estábamos constituidos por dos sustancias diferentes. Su reconocimiento nos parecía obvio. La primera de ellas es el cuerpo. No podemos concebirnos sin un cuerpo, aunque algunos postulen que sea posible trascender el cuerpo. Pero no contamos con evidencias sólidas para avalar tal capacidad. Sin embargo, estamos también consciente de que somos más que nuestro cuerpo. No podemos negar nuestra capacidad de conciencia, de memoria, el hecho de que ganamos conocimientos, disponemos de creencias y valores, que desplegamos sentimientos, etc. En la medida que todos estos fenómenos no podemos asignarlos a un determinado lugar en el cuerpo, ello nos condujo que debían estar en una parte de nosotros distinta del cuerpo. La llamamos el “alma” y asumimos que se trababa de una sustancia inmaterial que, junto con el cuerpo, también nos constituía.

Una vez que conformamos la noción del alma, con la que ahora nos era posible dar cobertura a las experiencias no materiales mencionadas que reconocíamos en nosotros, nos preguntamos por el origen de esa tal “alma”. En la medida que aceptábamos que se trataba de una sustancia no material, resultaba difícil de sostener que hubiese sido generada por el cuerpo y desde el cuerpo. Muchos postularon entonces que su origen era divino. El alma nos era otorgada por Dios, en el momento de nacer.

Se constataba que el cuerpo y alma estaban siempre presentes y que teníamos visos de que esta no abandonaba el cuerpo incluso cuando éste dormía. Es más, parecían dormir juntos. Ello condujo a sostener que debían estar unidos en alguna parte, evitando de esta manera que se soltaran y que el alma pudiera tomar un camino, mientras el cuerpo tomaba otro. De ser así, surgió otra pregunta: ¿dónde se producía tal unión? ¿en qué lugar? En la medida que resultaba difícil señalar ese tal lugar en el alma, era aparentemente más fácil buscarlo en el cuerpo. Ello es lo que conduce a René Descartes (1596-1650) a sostener que el lugar en el que cuerpo y alma se unen, sería en la glándula pineal. La razón que puede haber tenido Descartes para apuntar a la glándula pineal es difícil de precisar.

Todo lo anterior es expresión de las explicaciones que solemos generar los seres humanos cuando disponemos de un conocimiento insuficiente para ofrecer una explicación rigurosa frente a los problemas o las preguntas que levantamos. Lo interesante del caso es que ello no nos detiene de entregar respuestas. Éste es un rasgo de los seres humanos, solemos responder a todos los problemas, a todas las preguntas que levantamos, independientemente de que estemos en condiciones de resolver esos problemas o de responder a tales preguntas.

Con el desarrollo del enfoque sistémico y los avances recientes en neurobiología se abre un camino explicativo completamente distinto. El alma da cuenta de diversos dominios fenoménicos que emergen a partir del operar biológico de los seres humanos. Ella no es, por lo tanto, una sustancia adicional, diferente del cuerpo, que, junto con éste último, nos constituye. Esta solución al problema del misterio del alma humana fue, por lo demás, intuida tiempo atrás por algunos filósofos. Está presente, por ejemplo, en Baruch Spinoza, quién, en oposición a Descartes, rechazaba el dualismo – la noción de la existencia de dos sustancias – y postulaba que la única realidad que existía era la realidad natural y que todo lo demás provenía de ella. De la misma forma, esta misma intuición vuelve a aparecer en Nietzsche – influido por la de Spinoza – quien nos señala que el alma no es otra cosa que uno de los nombres que le otorgamos al operar del cuerpo.

A partir de lo anterior, la propuesta de la ontología del lenguaje toma el término del alma, pero le confiere un sentido diferente del que nos entrega la tradición filosófica del dualismo. Desde nuestra perspectiva, el alma es la forma de ser particular que asume un determinado individuo. Pero este nuevo término nos permite ir también más allá del individuo y hablar del alma o de las formas particulares de ser que caracterizan a sistemas sociales humanos, como lo son la familia, las organizaciones, las asociaciones, o las naciones, entre muchos otros.

Alan Turing y el nudo gordiano de la inteligencia artificial

Quizás algunos, percibiendo que nos acercamos al final de este texto, se habrán preguntado cómo es posible que, abordando el tema del enfoque sistémico, no nos hayamos referido a Alan Turing (1912-1954). En efecto, éste representa una figura de gran relevancia en una de las áreas en las que el enfoque sistémico tendrá uno de sus mayores impactos: el campo de la inteligencia artificial. Nos pareció, sin embargo, que era conveniente abordar primero las dos secciones anteriores, antes hacer referencia al trabajo de Turing. Ellas proporcionan, en nuestra opinión, un contexto que nos parece importante.

Turing fue un matemático británico que dedicó parte importante de su corta vida a la ciencia de la computación. Durante la Segunda Guerra Mundial, participó en resolver los códigos nazis que utilizaba la máquina Enigma en la transmisión de sus mensajes. Se considera que éste fue otra de las contribuciones que permitieron la derrota de los alemanes. Uno de los problemas levantado por Turing es aquel de la construcción de máquinas inteligentes. Para tal efecto, contribuyó al desarrollo de algoritmos matemáticos que permitían la resolución de problemas.

La idea de construir máquinas inteligentes era una cuestión que, en su momento, era vista con gran escepticismo. La noción de una máquina inteligente, para muchos, representaba una suerte de oximorón, lo que equivalía a sostener que ambos términos eran entre sí mutuamente contradictorios. La noción misma de inteligencia estaba, hasta entonces, reservada a los seres humanos y a algunos seres sobrenaturales. Resultaba muy difícil de aceptar que una máquina, desprovista de conciencia, de capacidad de conferir sentido que caracteriza a los seres humanos, pudiera ser capaz de exhibir siquiera algo cercano a lo que se concebía como inteligencia.

Muchos señalaban que todo cuanto pudiera hacernos creer que una máquina era inteligente no era sino la expresión de la inteligencia que en ella habían incorporado los seres humanos que la habían diseñado y que ninguna máquina podía ir más lejos que las capacidades efectivas de sus diseñadores. La capacidad de una máquina de resolver problemas por sí misma y dar soluciones que ya no hubiesen alcanzado sus diseñadores, resultaba algo, por decir lo menos, difícil sino imposible de concebir. Hoy este debate ha sido en los hechos superados y actualmente no sólo se acepta el campo de la inteligencia artificial, sino que estamos constantemente afectados por su desarrollo.

Detrás de estos avances nos encontramos con las contribuciones de Turing. Más allá de su aporte al desarrollo de los algoritmos matemáticos en los que se ha sustentado el desarrollo de las tecnologías de inteligencia artificial, uno de sus aportes más importantes fue el haber reformulado el problema y, al hacerlo, haber abierto un camino que prescindía de los argumentos en contrario que entonces se entregaba frente a este particular desafío. Esta contribución se condensa en lo que se llamó el test de Turing. Lo que éste nos propone es un determinado criterio para evaluar si una máquina permite o no ser considerada inteligente.

El criterio consiste en desechar todo cuando sea ajeno al desempeño concreto, al comportamiento que la máquina exhiba y prescindir de lo que pueda estar detrás de ese desempeño o comportamiento. Desde esta perspectiva, si la máquina hace o no hace sentido de lo que está sucediendo, resulta completamente irrelevante. Turing propone considerar que una máquina es inteligente si su comportamiento resulta indistinguible del de un ser humano.

Si al participar en una interacción con ella, la máquina se comporta de una forma tal y resuelve las situaciones y problemas que le planteamos, de una manera que nos impide establecer si se trata o no de un ser humano, diremos que tal máquina es inteligente. El desafío para determinar si lo es o no es, debe resolverse a nivel del desempeño, al nivel de los comportamientos y de sus resultados. Éste, según él, es un criterio que posee plena validez para todos los efectos prácticos. En su respuesta logramos percibir las sanas huellas del pragmatismo anglosajón.

El enfoque sistémico como superación de nuestra miopía

En enfoque sistémico busca corregir algunas limitaciones de nuestra mirada. Nuestra mirada espontánea tiene múltiples limitaciones. Entre ellas cabes destacar lo que llamamos una “miopía sistémica” que se expresa en nuestra dificultad para observar la lejanía, los efectos que los comportamientos ejercen más allá de su ámbito inmediato. Ello se produce en una doble dimensión. La primera posee un carácter más especial o topográfico. Tenemos dificultad para detectar efectos en puntos más distantes y menos visibles de la estructura. Nos cuesta identificar cómo, por ejemplo, acciones que nosotros mismos tomamos, afectan un espacio estructural mucho más amplio de aquel que somos capaces de cubrir con nuestros ojos y nos sorprendemos con resultados que muchas veces hemos contribuido a generar, pero que no son aquellos más inmediatos.

Por otro lado, hay una suerte de miopía sistémica que se produce en la dimensión de la temporalidad. También nos cuesta reconocer cómo las acciones que hoy tomamos, generan efectos que se manifiestan en comportamientos muchos más tardíos. Tenemos dificultades para reconocer cómo determinados comportamientos que tenemos con nuestros hijos, por ejemplo, pueden terminar afectando a nuestros tataranietos, o cómo decisiones que hoy se toman en una empresa afectan su desempeño futuro. La importancia de lo anterior se extiende más allá del conocimiento de la cadena de conexiones involucradas y tiene efectos significativos en el dominio de la ética, pues con ello se expande el dominio de nuestras responsabilidades.

Habiendo hablado de esta “miopía sistémica”, asociada a nuestras dificultades para observar la lejanía, permítaseme referirme a un efecto contrario, pero en cierta medida equivalente, que apunta a nuestras dificultades para observar la cercanía. Esta vez no se trata de una miopía del observador que somos, sino, más bien, de una hipermetropía, una dificultad para ver lo que está encima. Para ilustrarlo, me referiré a un cuento relatado por David Foster Wallace (1962-2008), en su discurso con motivo de la graduación de Kenyon College, en 2005.[15]

Al iniciar su discurso Foster Wallace cuenta la historia de dos pequeños peces que nadaban en una determinada dirección y que se cruzan con otro mayor que les pregunta, “¿Cómo está el agua por allá?”. El mayor de los dos peces le responde, “Está bien”. Luego de continuar su camino el más pequeño de estos dos peces le pregunta al otro, “¿Qué diablos es el agua?”. El discurso de Foster Wallace se titula “This is water”.

El cuento de Foster Wallace nos ilustra la dificultad que muchas veces tenemos los seres humanos para observar aquello que está más cercano. Por estar tan cerca de ello, muchas veces no lo vemos, no logramos reconocerlo, ni menos dimensionar su importancia. Un caso en cuestión para los seres humano ha sido el reconocimiento de la importancia del lenguaje. Por mucho tiempo lográbamos reconocer la importancia que, por ejemplo, tenían en nosotros la conciencia, el conocimiento o la razón. Pero pasaron muchos siglos para que lográramos reconocer que todos ellos resultaban de nuestra capacidad de lenguaje, de su carácter y de cómo nuestras modalidades de existencia y nuestras formas de ser remitían a él. Desde nuestra perspectiva, uno de los aspectos que debemos incluir en nuestra respuesta de lo que “es el agua” es, precisamente, el lenguaje.

Enfoque sistémico, conocimiento de sí mismo y ética

Tal como hemos podido apreciarlo, el enfoque sistémico nos permite mirar la realidad con otros ojos. A través de él, logramos hacernos cargo de aquella trampa del lenguaje que, para conferirle sentido a la realidad, distinguía y separaba sus partes y, al hacerlo, destruía las relaciones que estas partes mantienen entre sí. Con él, logramos corregir nuestras miopías que nos impedían reconocer como las acciones que tienen lugar hoy, comprometen futuros lejanos y, a la vez, afectan lo que sucede más allá de nuestros horizontes de visibilidad. Nos abrimos, por lo tanto, a una realidad diferente de la que previamente observábamos.

Pero en esa nueva realidad estamos también nosotros mismos. Formamos parte de ella. Y, en consecuencia, el enfoque sistémico no sólo nos muestra una realidad exterior diferente. Nos permite mirarnos a nosotros mismos de una manera distinta. El ser humano es parte de sistemas sociales y naturales y tales sistemas lo condicionan y muchas veces lo determinan, de la misma manera como él incide en ellos. El enfoque sistémico nos permite reconocer, así mismo, que eventos anteriores a nuestra existencia y acciones que se desencadenan en lugares a los cuales nuestra mirada no llega, inciden en cómo somos y en mucho de lo que nos pasa.

Todo ello conlleva implicancias éticas significativas. Al reconocer cómo nuestras acciones afectan, desde una perspectiva tanto estructural como temporal, nuestros entornos sociales y naturales, ello no impulsa al desarrollo de una conciencia de proyección ecológica. Nos es posible ahora reconocer que afectamos el entorno de una manera que antes, muy probablemente, no lográbamos visualizar. Ello nos obliga a asumir responsabilidad sobre ese entorno. Esto no debiera sorprendernos. La disciplina de la ecología es uno de los frutos que nos brinda el enfoque sistémico.

Al efecto anterior, sin embargo, se suma otro en dirección opuesta. Descubrimos ahora que somos menos “yo”, menos “ego”, y mucho más el efecto de los sistemas en los que participamos, que lo que muchos previamente creíamos. Somos responsables de nuestras acciones, es cierto. Pero ellas están condicionadas por el comportamiento de los demás, por las estructuras y las dinámicas de los múltiples sistemas en los que participamos. ¿Nos hace eso menos responsables? De alguna forma. Podemos, en efecto, dosificar parte de la culpa en la que se transforma tantas veces nuestro sentido de responsabilidad.

Pero tan sólo por un primer momento, pues enseguida descubrimos que, así como los sistemas en los que participamos nos afectan y condicionan, a nosotros nos es dado también poder transformarlos. ¿Somos, al final de cuentas, más o menos responsables? Esa respuesta la debe ofrecer cada uno. Una cosa es cierta, hemos alterado nuestra mirada y el paisaje de nuestra responsabilidad ética pareciera ser otro.

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[1] Ver Steve J. Heims, The Cybernetics Group, The MIT Press, 1991.

[2] Entre los participantes a estas dos series de conferencias, cabe mencionar a John von Neumann, Walter Pitts, F.S.C. Northrop, Gregory Bateson, Warren McCulloch, Margaret Mead, Milton Erickson, Kurt Lewin, Paul Lazarfeld, I.A. Richards, Claude Shannon, Heinz von Foerster, Y.Z. Young, Jerome S. Bruner, Erik H. Erikson, Erwing Goffman, Robert J. Lifton, Ernst Mayr, Konrad Z. Lorenz, Karl H. Pibram y Niko Tinbergen.

[3] Consideramos que es fundamental que éste se constituya en una perspectiva central de la ontología del lenguaje y, de manera especial, de la disciplina del coaching ontológico. Por colocarlo en términos simples: la mirada y el tipo de intervención del coach ontológico deben ser sistémicos. No es posible cumplir lo que se espera de nuestra profesión si no asumimos, tanto en nuestra forma de hacer sentido del Otro, como en la práctica que de nosotros se espera, esta nueva mirada.

[4] Cuando Humberto Maturana – formado con J.Z Young y Warren McCulloch, participantes ambos de las Conferencias Macy – y Francisco Varela, definen un ser vivo como un sistema autopoiético, apuntan a su capacidad de producirse a sí mismo continuamente. Ello equivale a decir que su dinámica de funcionamiento y los cambios que se registran en su estructura, reproducen su organización. Cuando esto no se logra, la organización se desintegra y el organismo muere.

[5] Adam Smith, La riqueza de las naciones, 1776.

[6] Frederick Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, 1845. Cabe advertir que en ese entonces Engels estaba recién iniciando su colaboración con Karl Marx. Es pertinente preguntarse, en un plano estrictamente especulativo, sobre el impacto que la asociación que, desde entonces, Engels establece con Marx, ejerce sobre sus tempranas intuiciones sistémicas.

[7] Charles Darwin, La evolución de las especies, 1859.

[8] La práctica del coaching ontológico nos provee de múltiples experiencias de este tipo. El desarrollo de una simple competencia conversacional que hasta ese momento un determinado individuo no poseía, puede representar un cambio cualitativo fundamental en sus relaciones con los demás, en sus modalidades de existencia y en el tipo de ser que, a partir de ello, ahora se configura. Una de las competencias más importantes que debe tener un coach ontológico es saber identificar cuáles son estos estos puntos de inflexión o de “estados de fase” en las personas en las que debe trabajar.

[9] Ver columna anterior.

[10] Ver, por ejemplo, Steven Johnson, Emergence: The Connected Lives of Ants, Brains, Cities and Software, Touchstone, 2001.

[11] El debate que hoy se libra en los Estados Unidos entre evolucionistas y creacionistas está centrado exactamente en este punto y en la comprensión o ignorancia que se exhibe sobre el fenómeno de la auto-organización.

[12] Siendo los otros dos, John Maynard Keynes (1883-1946) y Joseph A. Schumpeter (1883-1950).

[13] El coaching ontológico, sin despreciar la posibilidad de intervenir para permitirnos modificar nuestras relaciones con nuestro entorno social y natural, se suele concentrar, primeramente, en el cambio de nuestra propia estructura, en lo que llamamos nuestra “estructura de coherencia”.

[14] Esta “metafísica de las esencias” alcanza uno de sus puntos culminantes en la obra de Karl Marx. Éste sustituye, sin embargo, la matriz apariencia-esencia por la matriz equivalente de lo concreto y de lo abstracto, inspirada en La ciencia de la lógica, de Hegel, tal como he procurado demostrarlo en mi libro, La ciencia presunta de Marx, JC Sáez Editor, Santiago, 2012.

[15] David Foster Wallace, This is Water, 2005 Kenyon College Commencement Address, 21 de mayo de 2005.

Rafael Echeverría

Con más de 30 años de trayectoria, Rafael Echeverría (chileno), es referente mundial en el desarrollo de la disciplina del “coaching ontológico”, por medio de la generación de un innovador discurso sobre el fenómeno humano, que ha denominado “Ontología del Lenguaje”, el que busca generar aprendizaje de competencias genéricas conversacionales en distintos dominios de la existencia, para lograr resultados exponencialmente distintos y alcanzar una mejor convivencia entre los seres humanos y su entorno. Es presidente y socio fundador de Newfield Consulting, empresa que opera hace más de 25 años en Estados Unidos, España, Argentina, México, Brasil, Venezuela, Colombia y Chile, y que se ha dedicado a la transformación en Educación, el Estado y la Empresa, desarrollando consultorías y programas de formación gerencial. Rafael Echeverría es Sociólogo de la Universidad Católica de Chile, Doctor en Filosofía de la Universidad de Londres, Doctor Honoris Causa de la Universidad Siglo 21 de Argentina y miembro de número de la World Academy of Art and Science (WAAS). En el año 2012, recibe el Reconocimiento de Innovación en Desarrollo Humano, otorgado por Instituto de Seguridad del Trabajo (IST) de Chile, por su trabajo en la ejecución de competencias conversacionales en las empresas y organizaciones. El Dr. Echeverría ha sido profesor del Programa de Magíster en Ciencias Sociales de la Universidad Católica de Chile y miembro del Consejo Superior de esta misma Universidad. Se desempeñó, alrededor de 10 años, como consultor de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) de las Naciones Unidas desde donde llevó a cabo las primeras investigaciones sobre empleo público en América Latina. Desde 1995 al 2005, fue asesor del Instituto Tecnológico de Monterrey, en México, en la formación de profesores. Ha sido: Consultor de la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología (CNPq) de Brasil. Colaborado con el Center for Quality of Management (CQM), en Boston, en el diseño de programas de formación al altos directivos en los Estados Unidos. Miembro del Comité Directivo Internacional de la Society for Organizational Learning (SoL) que dirige el Dr. Peter Senge, del MIT. Rafael Echeverría es autor de numerosas publicaciones, incluyendo su libro más difundido, Ontología del Lenguaje, (Dolmen, 1994), La Empresa Emergente (Granica, 2000), Mi Nietzsche: La Filosofía Del Devenir Y El Emprendimiento (JC Saez, 2011), La Ciencia Presunta de Marx (JC Saez, 2011), Etica y Coaching Ontológico (JC Saez, 2015), entre otros. Mediante la Escuela de Coaching de Rafael Echeverría (ECORE), ha formado más de 60 generaciones de coaches ontológicos empresariales y 11 generaciones de coaches avanzados nivel senior que en su conjunto reúne a más de 7 mil líderes y directivos en todo el mundo.

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