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Columnas ontológicas #7: El Discurso de la Ontología del lenguaje y la impugnación del relativismo

Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje

Con cierta frecuencia hay quienes me plantean que nuestra propuesta les despierta una inquietud: ¿no caemos acaso en el relativismo? Antes de responder, me parece necesario examinar el carácter de esta inquietud. ¿Qué es lo que ella expresa? ¿Qué es lo que preocupa? ¿Por qué el relativismo podría ser un problema? Antes de responder, me parece importante comprender e incluso legitimar aquello que al crítico le preocupa.

La crítica del relativismo, un debate que desplaza su foco

Cuando se apunta a que algo es relativo, se está señalando que aquello no es absoluto, que no se trata de algo que nos sea dado con independencia de nosotros, y que, en consecuencia, permite ser cuestionado. Cuando el relativismo se levanta como crítica, por lo tanto, se presupone la posibilidad de lo absoluto. No hay lo uno, sin lo otro. Es más, si no viniésemos de una tradición que ha afirmado y defendido lo absoluto, el problema del relativismo no se plantearía. El problema se plantea por cuanto se reconoce que estamos haciendo un planteamiento que cuestiona esa tradición.

Lo que aparece como relativo es, por lo tanto, una consecuencia del hecho de que se pone en cuestión la posibilidad de lo absoluto. Esto significa que el debate sobre el relativismo opera a partir de un desplazamiento de su foco inicial, en la medida que resulta de la crítica a la tradición que afirmaba la posibilidad de lo absoluto. Es importante, por lo tanto, resituar el debate en su terreno original y evaluar si la crítica al presupuesto de lo absoluto es o no es válida.

Gran parte del desarrollo filosófico moderno cuestiona el programa metafísico, desde el cual se defiende el status de lo absoluto. El criterio metafísico de verdad, en efecto, afirma la posibilidad de alcanzar verdades absolutas. Para los efectos de nuestra argumentación es importante reiterar que el concepto metafísico de verdad no es el único concepto posible de verdad y que la crítica a éste no implica desconocer otros criterios de verdad, como, por ejemplos, el que utilizan las ciencias naturales o aquel que más adelante utilizará la hermenéutica.

Los tres dominios del relativismo

Cuando hablamos de relativismo, pueden estar comprometidos tres dominios diferentes: el dominio epistemológico de la verdad, el dominio ético de los valores y del bien, y el dominio de la estética y de lo bello. Muchas veces la principal inquietud detrás de la crítica de relativismo apunta no tanto al dominio epistemológico, sino al ético. Es el relativismo ético el que más suele preocuparnos. El absolutismo involucrado no es, por lo tanto, aquel de las ideas, sino el de los valores, el de la capacidad de discriminar el bien del mal.

Desde la perspectiva del programa metafísico, sin embargo, la distinción de estos tres dominios – paradójicamente – es relativa, pues no se trata de tres dominios autónomos, independientes cada uno de ellos de los demás. Uno de los rasgos del programa metafísico lo constituye el erigir la verdad y la razón como criterios supremos que rigen sobre los demás. El bien, por ejemplo, no sólo es concebido como un valor, sino también como idea. Y, como tal, cuando se postulan determinados valores como expresivos del bien, se afirma que se trata de valores que no son sólo absolutos – y, en tal sentido, incuestionables – sino también verdaderos. El dominio epistemológico es el que sostiene el conjunto del edificio metafísico.

Para ilustrar lo anterior, tomemos el ejemplo del cristianismo. Para el cristianismo primitivo, el dominio de la ética era prioritario. Ello no implicaba excluir el criterio de la verdad. Pero éste estaba subordinado al dominio de la ética. Esto lo vemos expresado en el pensamiento de Pablo cuando, en su primera carta a los Corintios, señala que para los cristianos las tres cosas más importantes son la fe, la esperanza y el amor, advirtiéndonos que, de esas tres, la más grande es el amor.

Ello se altera cuando el cristianismo posterior se fusiona con la metafísica griega, culminando en una síntesis teológica que nos propone Tomás de Aquino. Con ello, el dominio epistemológico y, consiguientemente, la importancia de la verdad y de la razón, asumen nuevamente un papel prioritario. Uno de los rasgos característicos de la Reforma de Lutero es precisamente cuestionar el papel que, a partir de esta fusión, la Iglesia y el pensamiento teológico posterior le otorgan a la razón. Desde entonces, el pensamiento escolástico de inspiración tomista erige un dictum, una fórmula, que señala que “verum, bonum et pulchrum convertuntur”. Lo verdadero, lo bueno y lo bello, son equivalentes; son uno y la misma cosa.

Aunque se afirman estos tres dominios, es la verdad la que asume el papel predominante frente a lo ético y lo estético. Es la verdad la que le confiere plena legitimidad a lo bueno y a lo bello. Lo que se postula como expresión de lo bueno y de lo bello, es verdaderamente bueno y verdaderamente bello. La verdad los legitima y, por tratarse de la noción metafísica de verdad, los constituye en absolutamente bueno y absolutamente bello. Al hacerlo, coloca a éstos en un dominio trascendente, dominio al que los seres humanos pueden acceder con la razón, pero que está sobre ellos y al que los seres humanos sólo les cabe someterse. Esto los convierte en absolutos y los sitúa en una esfera fuera del cuestionamiento humano.

Ello no implica que, en los hechos, alguien no pueda cuestionarlos. Los hechos nos demuestran que lo hacen. Pero se sostiene que el hacerlo implica un esfuerzo vano, que descansa en el error de no haber entendido que pertenecen a un dominio que nos es trascendente. Esta forma de razonar involucra evidentemente una tautología, en la medida que quienes han postulado tal dominio trascendente y han situado tales valores en él, han sido precisamente los propios seres humanos. Mal podría entonces invalidarse a los propios seres humanos para revisar lo que previamente han hecho.

La fórmula escolástica a la que hemos hecho referencia no sólo postula que lo verdadero, lo bueno y lo bello convergen en una sola y verdadera unidad, sino también que todos sus componentes conforman un todo armónico, siendo sus partes plenamente compatibles entre sí. Dos verdades o dos valores, no pueden ser mutuamente contradictorios. De producirse la apariencia de que lo son, ello obliga a revisarlas y corregirlas.

Quien primero sospecha que ello no es así es Maquiavelo. Éste intuye que no es posible gobernar un reino siendo plenamente consistente con los valores de la ética cristiana y que, quien procure hacerlo, generará mala política y modalidades inadecuadas e inconvenientes de convivencia social. A partir de Maquiavelo, diversas corrientes de pensamiento sospecharán que la fórmula escolástica no es válida y que, por lo tanto, la verdad no es una y los valores no son necesariamente compatibles.

Uno de los pensadores que ha articulado magistralmente esta posición es el filósofo social inglés Isaiah Berlin (1909-1997). Éste sostiene que los valores, siendo válidos en un determinado nivel, pueden ser contradictorios con otros, igualmente válidos en sus ámbitos respectivos. Lo mismo, nos señala Berlin, podemos afirmarlo en relación con las ideas. A diferencia de lo que postulaba la metafísica escolástica, una misma pregunta no tiene solo una respuesta verdadera, configurando un sistema de verdades armónicas y compatibles entre sí, sino, por el contrario, una pregunta tiene infinitas respuestas válidas posibles.

Ello implica que los valores y las verdades no conforman un todo unitario, homogéneo y armónico, sino un espacio desigual, múltiple y contradictorio. La verdad no es Una. No es pertinente, en consecuencia, invocar verdades únicas y absolutas y rechazar todo aquello que las contradice. Es preciso, por el contrario, aceptar el carácter contradictorio de los valores y de las ideas. Al no hacerlo, caemos en el dogmatismo y, cuando éste se le aplica a los ámbitos de la política y de la convivencia social, ello muta en totalitarismo. Desde allí, se sanciona y castiga a quienes expresen ideas o valores diferentes de aquellos que asumen el rango de oficiales. Isaiah Berlin, situándose en la tradición de los pensadores románticos y de filósofos políticos como Locke y Montesquieu, ofrece un fundamento doctrinario a la democracia y el pluralismo.

La inquietud detrás de impugnación
En nuestra tradición, el relativismo tiene mala reputación. Ser relativista implica poner en cuestión la existencia de un criterio básico para discriminar lo que está bien de lo que está mal, como asimismo lo verdadero de lo falso. Sin embargo, cuando surge la crítica del relativismo lo que pareciera importar no pertenece al dominio epistemológico de la verdad, sino, más bien, al dominio de la ética. Ser relativista, se insinúa, implica fundamentalmente una deficiencia ética. Al relativista, se le acusa de no disponer de una vara imprescindible (un criterio), tanto en la existencia como en nuestra convivencia con los demás, vara que nos permite comportarnos éticamente.
Ser relativista implica sostener que no existe “un” estándar objetivo e universal, estándar que nos trasciende como seres humanos, que está por encima de nuestros criterios individuales y subjetivos. Al prescindirse de tal estándar, se sostiene que “todo estaría permitido”; que no hay nada que no pueda sostenerse o hacerse; que todo puede justificarse; que, en definitiva, “todo da lo mismo”, tal como lo expresa uno de los personajes de Dostoievski. Eso, comprensiblemente, genera temor, pues supuestamente quedamos desprovisto de una línea fundamental para distinguir el bien del mal. Pareciera que quedamos expuestos a cualquier cosa, sin poder siquiera invocar que tal línea ha sido transgredida. La noción misma de justicia pareciera perder todo fundamento.
Por lo tanto, quién tiene la sospecha de que la ontología del lenguaje sea relativista, tiene razón de preocuparse. Ello implica, de la misma manera, que no podemos dejar de hacernos cargo de una inquietud, que consideramos válida.

La respuesta
Tal como ya lo hemos argumentado, el tema del relativismo se sitúa en un eje que tiene dos extremos. Uno de ellos es precisamente el relativismo. El otro es el dogmatismo. No hay uno, sin el otro. Así como lo relativo se opone a lo absoluto, el relativismo se opone al dogmatismo. Para disolver el temor del relativismo, es preciso conocer el dogmatismo, pues el relativismo no es sino la manera como el dogmatismo concibe aquello que lo cuestiona. Es desde el dogmatismo absolutista que, quién lo critica, aparece como relativista. De la misma manera que quién es acusado de relativista, suele observar a su acusador como expresión del dogmatismo.

Hay algo curioso en lo que acabamos de señalar. Quién efectúa la crítica del relativismo no suele observar el lugar desde donde nace su inquietud ni el hecho de que ella surge por estar situado precisamente en ese lugar. La propia ontología del lenguaje nos reitera que uno de los puntos ciegos de todo observador suele ser él o ella misma. El lugar que ocupa el observador es frecuentemente el que a éste le es más difícil de observar, pues, por el hecho de pararse en él, con su propia presencia lo tapa. Observamos sin muchas dificultades lo que está en nuestro alrededor, pero nos es difícil observar el lugar en el que nos paramos para hacerlo. Éste suele ser uno de nuestros puntos ciegos.

Todos sabemos que observamos. Eso nadie lo pone en duda. Lo que nos cuesta reconocer es que siempre observamos a partir del tipo de observador que somos. Y resulta que no es fácil observar el observador que somos. De allí que cuando señalamos que la crítica del relativismo se realiza desde el dogmatismo, quién efectúa esa crítica suele desconcertarse y muchas veces protesta. El dogmático, por lo general, no se concibe como dogmático. El siente que opera desde lo que es correcto. Es desde fuera de sí mismo que éste permite ser observado como dogmático.

Una reflexión colateral. El reconocimiento de la dificultad que presentamos los seres humanos para observar el tipo de observador que somos, es uno de los fundamentos del coaching ontológico. Esta dificultad es variable. Para unos es mayor, para otros es menor. No hay en ello una imposibilidad intrínseca. Hay personas que desarrollan una capacidad significativa de introspección, de observación de sí mismos. Pero suelen ser muy pocos. Por lo general, el tipo de observador que somos suele ser observado mejor desde fuera de nosotros, particularmente cuando quien lo hace, tiene las competencias para hacerlo. El coach ontológico es alguien que posee esas competencias.

El discurso de la ontología del lenguaje nace, no desde una defensa del relativismo, sino, a la inversa, desde una crítica del dogmatismo. No es casual, entonces, que despierte temor en el dogmático. ¿Se justifica ese temor? En nuestra opinión no se justifica. Sin embargo, para llegar a ello es preciso arrancar desde nuestra crítica al dogmatismo, que constituye nuestro punto real de arranque.

Tal como lo hemos reiterado, el dogmatismo se sustenta en la pretensión de que existe una verdad absoluta, trascendente a los seres humanos, y que podemos acceder a ella. Verdad que unos logran alcanzar y otros no. Nosotros cuestionamos esa premisa. Y lo hacemos porque desde ella, consideramos que se tiende inevitablemente a descalificar a quienes no coinciden con aquella verdad invocada. Al hacerse esto, se habilita una modalidad de convivencia que nos parece éticamente cuestionable.

Cuando negamos que podamos ser poseedores de “la” verdad, cuando aceptamos que sólo tenemos interpretaciones, ello nos impone hacernos responsables de lo que creemos, nos permite considerar que podemos estar equivocados y a abrirnos a la posibilidad de que lo que los demás piensen pueda tener validez. Esto nos permite instituir el respeto en nuestra relación con los demás. Quien opera desde la presunción de que lo que piensa es la verdad, en rigor, bloquea la posibilidad de respetar a quién no coincide con él o con ella. No le es posible escuchar genuinamente al otro.

Cuando nos amparamos en “la” verdad, ella nos hace de coartada para descalificar el otro y eventualmente para invalidarlo, excluirlo, agredirlo, hasta incluso eliminarlo. El supuesto de que nuestra interpretación es la verdadera, en definitiva, nos conduce a justificar y legitimar la violencia hacia los que piensan diferente de nosotros. Pero lo que es todavía más importante, nos impide hacernos responsables de la descalificación que hacemos del otro. Ella aparece como el resultado de que el otro transgredió aquella línea trascendente que separa el bien del mal, o la verdad de la falsedad. La responsabilidad es del otro y no nuestra. Con ello “blanqueamos” nuestro comportamiento, lo hacemos inmune a la impugnación ética.

Es la invocación esa línea que no debe ser transgredida la que promueve nuestra descalificación a los demás. Nuestra acción descalificadora no se realiza como algo que nosotros realizamos y de la que somos responsables, sino como un actuar a nombre del bien o de la verdad invocados. Cuestionar el dogmatismo, a diferencia de lo que se nos acusa, es, por lo tanto, condición para incrementar nuestra responsabilidad ética. De allí que la crítica que se nos dirige tienda a volverse en contra de quién la esgrime: el problema ético, en nuestro parecer, reside del lado del dogmatismo.

En consecuencia, contrariamente a lo que cree quien se sitúa desde el dogmatismo, éste no nos hace más éticos, sino menos éticos. El dogmático se desliga de la responsabilidad ética de acciones que, desde él, se emprenden, amparado en una supuesta verdad que considera exterior y trascendente. Uno de los objetivos de la ontología del lenguaje es el de revertir esta situación e incrementar nuestra responsabilidad ética frente a nuestro actuar. La crítica que se nos dirige acusándonos de debilidad ética, en rigor apunta una de nuestras fortalezas.

En la medida que ponemos en cuestión el dogmatismo, el problema del relativismo tiende a disolverse por sí solo. Pero, cuidado. La crítica al dogmatismo involucra un peligro del que estamos obligados a hacernos cargo. Poner en cuestión la existencia de una verdad trascendente y sostener que sólo disponemos de interpretaciones, no significa que todo de lo mismo, que todo esté permitido, que cualquier cosa es equivalente a cualquier otra. Ello implica que, al cuestionar el supuesto de una verdad trascendente, es preciso re-establecer un criterio de diferenciación distinto. No todo da lo mismo. No todo es equivalente a cualquier otra cosa. Sin tal criterio, no hay ética posible.

El criterio alternativo que proponemos es el de los resultados y su impacto en la vida humana y en la convivencia con los demás. Las interpretaciones desde las cuales actuamos y opinamos generan consecuencias, resultados distintos, mejores o peores. El criterio alternativo que proponemos, por lo tanto, se afirma en los resultados que generamos, o lo que es equivalente, en el poder que resulta de nuestras interpretaciones. En último término, en la manera como ellas contribuyen a una mejor vida y convivencia con los demás. La vida es nuestro criterio fundamental.

Al desplazar el criterio del bien o la verdad a los resultados y su relación con la vida, ello nos hace éticamente responsables de las interpretaciones que invocamos. En la medida que reconocemos que no todo da lo mismo, la noción del relativismo y la inquietud que lo sustenta, tienden a disolverse. Dejan de ser un problema.

Toda interpretación para ser proclamada ética o no ética, requiere de un criterio exterior a ella. Lo ético se establece siempre en relación con algo, con el criterio que se utiliza para determinar si se está en un espacio ético o en otro. Toda ética es, por definición, relacional. Ella implica juicios que remiten y, por tanto, se relacionan con un determinado criterio. No hay posibilidad de emitir juicios si no disponemos de un criterio. Toda interpretación es relativa al criterio que levantamos y, a partir del cual, ella permite ser éticamente evaluada.

Lo que hemos planteado no es la verdad. Esta es nuestra interpretación, sólo nuestra interpretación y nada más que nuestra interpretación. No invocamos que ella sea la verdad. Por tratarse de una interpretación, siempre puede ser mejorada o superada. No disponemos de otra salida. No podemos evitar tener que hacernos cargo de las interpretaciones que invocamos y de los supuestos en los cuales éstas se sustentan.

Le corresponde al lector determinar cuáles son los resultados que se deducen de ambas posturas. Cuál de ellas lo convoca a una vida y a una convivencia mejor. Y cuál de ellas le resulta, en definitiva, más poderosa.

Como sostuviera Protágoras en la Grecia antigua, dando lugar a lo que posteriormente se llamará la doctrina del homo mensura, “el hombre es la medida de todas las cosas”. Puede que ello no nos guste; es posible que hubiésemos preferido que la situación fuera distinta, pero cuando postulamos la existencia de un bien o de una verdad trascendentes a los seres humanos, son los propios seres humanos quienes lo estamos haciendo y no podemos eludir la responsabilidad de los resultados que de ello se deduce. No hay Dios que nos pueda eximir de esa responsabilidad. Y de ello no se deduce que neguemos su existencia. Éste último, el de la existencia de Dios, es un problema simplemente distinto.

Hoy en día, cuando el mundo enfrenta los efectos y estragos de fundamentalismos dogmáticos extremos, es todavía más importante que nunca, no eludir este tipo de cuestiones. Cuando criticamos tales fundamentalismos, lo hacemos – independientemente del origen que le asignen a sus valores y creencias quienes los profesan – haciendo responsables a quienes los invocan, de la misma manera como asumimos la responsabilidad de nuestras propias creencias y valores.

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